Declaro solemnemente en esta columna -sin coacciones físicas ni mentales-, mi condición de boomer. También, el firme propósito de redención y apostasía lingüística para dejar de serlo. En las siguientes líneas explico cómo he llegado a esta piadosa y sincera confesión. Todo comenzó así:
Un pana, mucho más joven que yo, me dijo hace semanas que tengo el vocabulario bugueado. Que tengo reacciones de cuñao, y que estoy lejos de estar en mi prime. Así -como lo han leído-, me lanzó mi bro esta carga de profundidad sin inmutarse lo más mínimo.
Ojiplático salí de esa conversación, sin querer declarar en voz alta que me había quedado wtf con la revelación. «A mí me están grabando», pensé al recordar esa charleta que me provocó un cataclismo mental de dimensiones bíblicas. De una pantalla a otra pasé de sentirme chill, a estar irremediablemente cringe por lo añejo de mi vocabulario.
Así las cosas, y en un Makas de mi barrio, me senté a reflexionar sobre mis expresiones verbales. Escribí en un papel una sencilla redacción describiendo lo que había dicho y hecho, desde que abriera los ojos ese día. En el folio aparecieron palabras como pitra, niki, playeras, radiocasete, fetén, de buty, boîte, buga, aerobic o plato combinado. Y expresiones como 'corta Blas que no me vas', 'no te enrolles, Charles Boyer', 'de qué vas, Bitter Kas', 'me las piro, vampiro', 'mola cantiduby' o 'lo llevas clarinete'.
Desesperado, me di cuenta de que ya no me renta tirar de ese diccionario ochentero. Que su uso me estigmatizaba y que corría el riesgo de caer en las fauces del edadismo si continuaba diciendo 'tranqui, tronco', o 'toma jeroma pastillas de goma'. Un servidor -medité-, tenía que adaptarse a los nuevos tiempos y maquear su arcaico y decimonónico léxico. Por supuesto, en la medida de mis posibilidades y proximidad a la jubilación, que uno tampoco va de simp a estas altura de la life.
Esta decisión -irrevocable-, me puso muy top. Literal. Guiado por tan vital decisión, lo primero que hice es pedir a Alexa música de la de ahora. Reconozco que lo pasé mal en las primeros perreos. Entre otros motivos porque no sabía cómo llevar -siguiendo las tendencias actuales-, una desproporcionada gorra de visera en la cabeza. Pasadas seis horas de baile, noté como mis neuronas comenzaban a metabolizar expresiones desconocidas hasta ese momento. Me puse a hacer twerk y me sentí living con aquellos ritmos tan random. Me pareció cute y me dije a mí mismo: 'Eres la cabra, tío. El GOAT' y no sentí lache en ningún acorde. A renglón seguido, me puse a stalkear en la pantalla del portátil, e inicié inocentes shippeos en la red con colegas que compartían mí misma situación y desesperación léxica.
Confieso que ahora estoy happy. Creo que ya he dejado de ser un casposo boomer y, a partir de ahora, entenderé mejor muchos programas de televisión y a sus protas. Sin chinarme, ni rayarme.
La columna se acaba y lo hace con un 'hasta luego, Lucas'. (Sorry, quien tuvo, retuvo).