No piense usted, perspicaz lector, que esta columna pretende defender el servicio militar. No van los tiros por ahí. Tampoco piense que se opone al regreso del reclutamiento obligatorio. Leerá -caso de seguir consumiendo estos párrafos-, sobre los recuerdos de la mili. Esa memoria tatuada en las generaciones que, durante una etapa de su vida, se despertaban a toque de diana.
Las historias cuarteleras no pertenecen únicamente a los quintos. También -y de tanto escucharlas-, son de sus amigos, compañeros de trabajo, compadres de taberna, novias, hijos y cuñados. Relatos que arrancaban una charla para convertirse descaradamente en monólogo. Con habilidad, el narrador extraía de los oyentes admiración, complicidad, aplausos y risas. Otras veces, pena y lástima.
Todas esas historias, transformadas en leyendas, estaban engarzadas con la expresión que da título a esta columna. Era pronunciar el "dices de tu de mili…", y los contertulios se preparaban para escuchar la historia castrense que se les venía encima. O para salir pitando. Esas historias -mayoritariamente transmitidas por tradición oral-, podrían ser género literario. Algunas fueron llevadas a la gran pantalla en aquella película que incluía en su título, un calificativo a la palabra mili de cuestionable gusto.
Muchos de esos relatos están centrados en el lugar donde se hizo la mili, y de la impronta que dejó aquella ciudad o territorio. Para los quintos que no habían salido de su pueblo, la mili era como un Erasmus pero con chopo. Mención especial para quienes el destino envió a Canarias (cuando las islas estaban muy lejos), a Ceuta, Melilla o al mismísimo Sahara.
Hubo quien no volvió a su pueblo porque se había echado novia vestido de caqui, o porque había encontrado un trabajo cerca del cuartel. Eso, en sí, ya era un historia vital. Los que volvían licenciados y tenían moza en su pueblo, sabían lo que les aguardaba en el altar. La blanca les autorizaba a amenizar, o torturar, durante muchos años con sus relatos castrenses.
Las historias de la mili bien podrían dividirse en dos subgéneros, atendiendo al destino y ocupación del soldado. A saber: los que disfrutaron de mesa y silla, y estaban rebajados de todo servicio. Es decir, guardias, cocinas, maniobras, e instrucción con su correspondiente pase pernocta. Los había, incluso, que presumían de no haber lucido el uniforme desde la jura de bandera.
El otro grupo -mucho más interesante desde el punto de vista de la mitología militar- está integrado por aquellos que estuvieron en la guerra de Corea, en el desembarco de Alhucemas, o en Rocroi. Con los efluvios del valdepeñas, hay quienes llegan a hablar de sus gestas en la primera guerra carlista. Si el narrador propietario de esas historias tiene guasa, su relato de la mili puede convertirse en desternillante, con independencia de su veracidad o compromiso con su pasado.
Un día, por cierto -si nos encontramos usted y yo-, hablamos de nuestra mili. Prometo ser breve y no aburrirlo, como es la intención de esta columna. Brindaremos con leche de pantera, que me salía muy bien cuando era cabo. Por cierto, dice usted de mili…Recuerdo el día en el que el sargento Peláez me metió un paquete por echarme un truja en la garita…..