Hace años, hablando con quien era entonces compañero de causa, reflexionábamos sobre la que nos parecía, sin atender a más datos que la observación y experiencia, la generación de hierro, los nacidos entre 1910 y 1930 que, a pesar de haber sufrido los peores eventos de la historia a nivel mundial y nacional, se habían convertido en octo y nonagenarios, mientras teníamos la sensación de que la gente joven padecía más y peores enfermedades que ellos. Así, en ese hablar por hablar y cuando el tema de la pésima alimentación imperante no era vox populi, determinamos que habían sido una hornada, en su mayor parte, humilde, de guerra y posguerra, de producto cercano y asequible, de mucha legumbre y poca carne. Nos quedamos los dos satisfechos con esa conclusión, tanto es así que yo le di tal validez que la recuerdo frecuentemente, sobre todo cuando aparecen noticias como la de la semana pasada: "Un tercio de los comedores escolares en España ofrecen demasiadas frituras y pocas verduras", dato obtenido del Plan Nacional de Control Oficial de la Cadena Alimentaria. Poco me parece. La primera vez que me topé con un menú escolar, y era de escuela infantil, fue como encontrar una escena pornográfica en la clase de Ciencias de 1º de Primaria. Después de leer a Juan Llorca, hacer un máster en nutrición infantil y consultar recetas y recetas, me asomé al mundo y encontré nuggets, salchichas, varitas rebozadas, croquetas y de postre, yogur hasta arriba de azúcar que en su día conoció una fresa. Qué fascinante contradicción, cuando nace un bebé arranca el machaque generalizado con la lactancia materna porque es, y yo lo apoyo, lo mejor y cuando crecen un poquito podemos inflarlos de comida basura con el beneplácito general. Es más, si osas llevar la contraria y cambiar el jamón por el hummus, mirarán a tu pequeño con condescendencia. Pero, claro, qué vamos a pedir a nuestra generación, que la llaman Millenial pero bien podría ser la del Bollycao, la de los dos Petit-suisse, la de los donuts, el Zumosol o la Nocilla, una generación con las meriendas más insanas imaginables que ahora cree que en su día comía mejor porque no había McDonald en su pueblo. Es evidente que los comedores escolares andan despistados pero los culpables en el delito de la nefasta alimentación y, cuidadito, sus futuras consecuencias, somos, como casi siempre, los padres.