No hace tanto tenía la sensación de que la masa con escaso interés en dedicar tiempo a saber en qué se sustenta su vida, como por qué su jornada laboral son 8 y no 12 horas, por qué se puede votar a los diputados pero no al preparado o por qué pueden escupir sandeces sin pena alguna, acababan compartiendo y repitiendo un mantra porque pensaban, quizás, que los hacía interesantes o menos ignorantes que decir «no tengo ni pajolera idea», el caso es que para cualquier debate político que surgiera en una trivial conversación había una misma respuesta: «no creo en la política» o «soy apolítico».
Qué duda cabe de que la política, a poco que la sigas, resulta vomitiva, un bucle infinito de peleas insustanciales basadas en sermones infumables y que poco tienen que ver con lo que importa. Faltas de respeto, insultos, ausencias en votaciones, risas bravuconas, contestaciones precocinadas… por no citar la proliferación de puestos impuestos, como el del convidado de piedra, esa jeta que aparece en todas las fotos en la vida local, provincial y regional y que no sabrás jamás a qué se dedica, como la marca de agua del partido, tiene que estar porque sí, porque, ya saben, en su día pegaría muchos carteles; más barato nos saldría a todos haber contratado una empresa de publicidad. Pero es que, hoy por hoy, es un mal maravilloso, tan malo como que son humanos más llenos de vicios que de virtudes los que acaban por llegar a lo más alto, y tan maravilloso que nos permite, a pesar de los anteriores y gracias a unos pocos, avanzar, aunque sea muy poco a poco y, sobre todo, como esta semana explicaba Pablo Simón, sin violencia, alternando el poder entre unos y otros en una pacífica transición algo que, recalcaba, no deja de ser una anomalía en la historia de la Humanidad, conseguida gracias a que todos aceptan las reglas del juego. Hasta que permitimos que estas sean denostadas.
Porque cuidado, demasiados de esos que decían ser apolíticos han encontrado su nicho de necedad en lo más alto, en los gurús del todo está mal y todo es culpa de los demás, una ideología más sencilla de adoptar que cualquier otra que precise ponerse a leer; la mala suerte es que gracias a gente a la que en nada se parecen pueden votar y acabar colocando en primerísima línea a un anciano, condenado por la justicia, que preside con la misma desfachatez como dirigía su particular reality show y los aprendices fuéramos el resto del mundo.