Nadie muere de golpe, por mucho que la parca te pille distraído. Cuanto más mayor, menos, no por cuestiones fisiológicas, nada que ver, es porque cuanto más largo va siendo el camino, más te ha ido robando la vida lo que antes, tan generosa, te fue dando. Rasguños, mordiscos, atroces bocados… te va desinflando. Con cada asalto, vas siendo consciente de que nunca, jamás, nada será ya del todo igual, aunque haya momentos en que olvides, aunque haya días que no lo recuerdes. Un poquito, otro, un mucho, un infinito… te va carcomiendo, a veces, devorando.
Yo iba a escribir de todo lo contrario, de esos momentos que hacen la vida más vida, pero la fatalidad se ensañó con una compañera, con una amiga, y precisamente el día del libro llegó el abrupto desenlace de una novela que nadie quiso empezar, que nadie quería leer, ni mucho menos terminar; las páginas se nos tiñeron de negro, negro pena, negro dolor, negro pérdida.
Ojalá esos días en que la esperanza parecía querer darnos una tregua, como fuera, te haya llegado la energía que unos te mandamos, los rezos que otros te han dedicado o el deseo profundo que absolutamente todos teníamos de que hubiera sido un sueño y verte sentada en la esquinita de la mesa de la sala con tu bata blanca y la coleta morena, rizada bien, pero que bien alta, quién sabe si enseñando una foto de tu perrito o regañando a cualquiera por dejar la mochila encima de la mesa que, por favor, quién no sabe que eso no se hace. Pero no, desgraciadamente no, y ni te imaginas el vacío que has dejado. Imposible encontrar la forma de llenarlo.
Querida Mari Ángeles, tus chistes serían malos pero tu broma sobre ser la mamma de los pupilos que pasaban por tus clases no era buena, era enteramente certera, porque desde el miércoles sus ojos demuestran que han quedado un poquito huérfanos. A todos les enseñaste en vida, pero a muchos les has legado una lección tan amarga y trágica como, desgraciadamente, ineludible y necesaria: la pérdida y la generosidad. Hasta siempre, amiga.