Argimiro, el Curita, nació en una finca en el valle del Tiétar, por la parte de Ramacastañas, antes de la Guerra. A su madre se la llevó por delante la miseria complicada con una pulmonía y lo criaron sus abuelos en el talaverano Patio de San José. El chaval era un poco randa, pero muy despierto. Por mediación del párroco del Salvador entró en el Seminario de Toledo para iniciar la preparación en la carrera eclesiástica pero pronto vio que aquello no era lo suyo. Se escapó en el paseo de un domingo y carretera adelante, con un paso detrás de otro, llegó a Madrid a buscarse la vida.
Después de algunas apreturas, que no vienen al cuento, aprendió el oficio de carterista con Francisco Torres, el Ferroviario y Francisco Esteban, el Gafas y se doctoró con el famoso manilargo sevillano José María Expósito, el Hospicia, el gran maestro entre los «tomadores del dos».
Argimiro, el Curita, tenía de natural sangre fría, primera e imprescindible cualidad para la labor, entrenó incansable la destreza manual y las diferentes técnicas para «picar una saña», dedicándole mucho tiempo y esfuerzo al asunto y entrenando todos y cada uno de los días para no perder elasticidad en los dedos y, por último y no menos importante, aprendió a escoger a la víctima propicia.
Con todos esos mimbres previos, José María, el Hospicia, lo educó en el arte y la elegancia del oficio. Nada de violencias ni brusquedades, a su lado no quería «cicateros» ni «chinadores», aquellos que cortan la prenda para sacar la cartera. Pulcritud y delicadeza exquisita, cada golpe debía ser una actuación perfecta, una obra de arte.
Argimiro, el Curita, vivió muy bien de su arte. Retirado hace años, pronto cumplirá 90, sigue tieso, elegante en el vestir y en los ademanes. Me enseña orgulloso su colección de pinturas en su casa de la plaza del Campillo del Mundo Nuevo: Ramos-Pardo, Jaime Morera, Ignacio Pinazo, José Hernández, Javier de Juan…
Comemos en el bar El Campillo, hablamos de esto y de aquello, sobre todo de nuestro común, querido y añorado amigo Patxi Andión y me cuenta viejas historias del barrio. Pedimos la cuenta y busco la cartera para pagar. Chaqueta, pantalón… Argimiro, el Curita, se lleva despacio la taza de café a los labios y sonríe malicioso negando suavemente con la cabeza.
-Invito yo –dice-. Y el cabrón, muerto de risa, saca con el 'dos de bastos' del bolsillo interior de su chaqueta mi «pelleja».