No sé usted, pero un servidor y desde hace tres días, solo reconoce los colores que dan título a esta columna. Es abrir los ojos y recibir un fogonazo cegador de luz blanca en el iris, moteado con el rojo de un clavel reventón.
Todos los años, por estas fechas, me pasa igual. Abro a primera hora las ventas de mi balcón, y contemplo las bandadas mañaneras de seres humanos teñidos con el blanco de la cal y el encarnado sangre. Sin aparente dirección, revolotean con alegría en su migración matinal, en busca de un nido dónde almorzar y beber. Todos rebosan alegría en cada jirón de su ropa, hinchada por la amistad compartida y ensalzada con todos sus cánticos. Los maniquíes de las tiendas son también testigos de ese espectáculo, al que copian su moda cromática. Aunque no se perciba, su corazón de plástico también vibra y late a ritmo de jotas navarras. Como en la tonada que cantara Golpes Bajos en los ochenta, abandonan gozosos sus cárceles de espejos para unirse a esa fiesta inundada de aguas bicolores.
El blanco y el rojo no conocen de edades ni sexos, y se apropian estos días de todos los carnets de identidad, sin discriminar a nadie. Los dos colores se hacen presentes incluso en los más infantes, para sellar el destino cromático que les aguarda el resto de sus vidas en los primeros días de julio.
Los más veteranos lucen blanco marfil y rojo apagado. Tonalidades desgastadas por el uso y el choque que deja el paso del tiempo, pero que conceden un halo de nobleza a quienes los portan. Son matices jaspeados de recuerdos que aún brillan en el corazón, y que carambolean con la vida un siete de julio, como sabias bolas de billar francés. Esos colores, firmes y recios, solo está al alcance de los que presumen de guardar con celo muchos momenticos sanfermineros.
La luz cegadora alcanza su esplendor al mediodía. Cuando el calor demanda rioja para amortiguar la desenfrenada sed. Un tinto que se mezcla y bate con el inmaculado blanco de las camisas, hasta teñirlas con lágrimas de tempranillo. A esa hora, las retinas se convierten en un calidoscopio donde el blanco y el rojo son los únicos protagonistas, en un despliegue de imaginación visual inaudito y sorprendente.
El primero de esos colores – el blanco majestuoso y galante-, se torna en albo, níveo, lechoso, nevado, albar, albino, albugíneo, cano, pálido, nuclear, encalado, nacarado, de bautismo o blanco novia, según avanza el día. El segundo – rojo arrogante e impetuoso- derrocha fuerza y torería en todas sus tonalidades, para confundir sin engañar. Se hace rioja, carmesí, guinda, azabache, rubí, sangre, escarlata, cereza, bermejo y bermellón, tabaco e incluso pimentón.
Así es Pamplona estos días. Blanca y roja. Crisol bicolor de alegría y fiesta. Estandarte de una región y un país sin igual, cuando de lo que se trata es compartir y disfrutar. Si estos días anda por la capital del mundo, será un placer compartir vino y mantel blanco con usted. Si me quiere localizar, ya le digo que iré vestido con los colores que protagonizan esta columna. No tendrá problemas en identificarme.