Que estamos viviendo un momento trascendental en nuestro devenir democrático no lo niega hoy ni la mayoría de los militantes de los partidos políticos que aspiran a formar gobierno.
Lo que algunos no podemos entender (más allá de nuestra mayor o menor formación en Derecho) es que, aún, haya quienes justifican el posible atropello a nuestro sistema constitucional en el hecho de que hay que obedecer el criterio de las mayorías parlamentarias, obviando que la actual mayoría parlamentaria no busca -con sus anunciadas intenciones- atender al interés general sino a intereses particulares y partidistas.
Todos los que en próximas fechas decidirán el futuro democrático de España (excepción hecha de los creativos parlamentarios que prometieron su cargo por Snoopy o por la memoria del malogrado Matthew Perry…), juraron o prometieron sus cargos como diputados, comprometiéndose a acatar la Constitución, a cumplirla y a hacerla cumplir. Cierto es que algunos prometieron trabajar para cambiarla, pero tal cambio, en un estado de derecho como el español, solo puede conseguirse por los cauces establecidos al efecto.
Este empeño de su palabra no puede (no debería) ser quebrado por ningún interés particular que ponga en jaque nuestra Constitución y la propia convivencia pacífica en nuestro país.
Hace ya algún tiempo que nuestro más alto tribunal, el Tribunal Supremo, fijó doctrina en el sentido de que nadie está obligado a cumplir ni a obedecer órdenes ilegales, al establecer que, «en un sistema democrático, no cabe, (…), la exención de responsabilidad por razón de obediencia debida, por lo que están obligados a incumplir órdenes que sean ilegales». Y esto, que ocurre en todos los ámbitos de la administración pública, también debería resultar de aplicación a nuestros representantes parlamentarios.
No se trata de voto en conciencia; no se trata de deslealtad con un partido político; ni siquiera se trata de un supuesto de objeción de conciencia. Nada de eso. Se trata, simplemente, de cumplir los trámites establecidos en nuestra Constitución y, además, de respetar el contenido de los tratados internacionales ratificados por España, entre ellos, el Tratado de la Unión Europea. Todo lo demás será equiparable a la declaración de la república catalana. Duró 8 segundos y dio lugar a condenas penales y a huidas de la Justicia
Además de lo anterior, la cuestión es, en mi opinión, mucho más sencilla y se sustenta en dos aspectos o vertientes básicas. Por un lado, en un plano objetivo, por el que todos los diputados (no sería mucho pedirles que conozcan la Constitución que rige nuestro sistema democrático de convivencia), en la medida en que conforman uno de los tres poderes del Estado (el legislativo), están sometidos al cumplimiento de la Ley y al Derecho pues así lo dispone el artículo 103 de la propia Constitución y, con él, al resto del ordenamiento jurídico español y europeo. Y, por otro lado, en un plano subjetivo (ético si se prefiere), por el que todos los diputados tienen la obligación de cumplir con su palabra -empeñada en la propia aceptación de su cargo- de manera que, quien no lo hiciere, habrá de presentarse ante la sociedad como un indigno y desleal servidor público.
Ningún diputado, llegado el momento, tiene obligación de participar en la voladura por la puerta de atrás de nuestro modelo de convivencia democrática (siempre lo podrían hacer por los cauces legalmente previstos al efecto) y, por ello, quienes antepongan su interés personal (por partidista) al interés general y al acatamiento de la Ley, serán cómplices (sin excusas ni retóricas) de la barbaridad que algunos pretenden llevar a cabo.
Sin embargo, quienes permanezcan leales a su palabra, contarán con el agradecimiento y reconocimiento permanente de la sociedad a la que representan y, no menos importante, con la satisfacción de haber cumplido con su deber.
De someterse a una orden ilegítima serán responsables de una irresponsabilidad. Si no lo hacen, demostrarán la fortaleza de sus valores democráticos (ésos que nos hacen vivir en paz, en libertad, en igualdad de derechos y con sometimiento al imperio de la Ley).
Aprobar una amnistía no puede ser, en modo alguno, comparable a la aprobación de cualquier otra ley (no se hagan trampas al solitario; no se autoengañen). Que el parlamento de un estado social, democrático y de derecho apruebe una amnistía supondrá (entre otros terribles efectos) un tiro de gracia al esencial principio de la separación de poderes que rige en cualquier democracia moderna; una peligrosa vulneración de los principios constitucionales de la jurisdicción; un absurdo agravio a nuestro Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado y una fatal desconsideración al pueblo español que quedará divido en categorías (la primera, la de los que, saltándose la ley, obtienen beneficios y, la segunda, la de quienes cumpliéndola, reciben el castigo de los de la primera.
España es una democracia plena, es un estado de democrático y de derecho y lo debe seguir siendo. La amnistía supondrá un reconocimiento explícito de que no lo es. Peligroso y mal camino. ¡Cumplan con su palabra! ¡Actúen por el interés general!
Por el bien general de los españoles y por lealtad al compromiso empeñado ¡Voten NO a la amnistía! ¡Voten NO a la división de los ciudadanos en categoría desiguales!
Ese voto negativo les acreditará como dignos representantes de sus votantes. Si no lo hacen, que el pueblo español se lo demande con toda la contundencia que esté a su alcance.
«Ningún diputado, llegado tiene obligación de participar en la voladura por la puerta de atrás de nuestro modelo de convivencia»