Conforme pasan los años, va cambiando nuestra visión de la vida. Ahora me reconozco en expresiones como «te lo dije», habitual en mi madre, cuando el resultado de infringir sus sabios consejos era el que ella, un tanto satisfecha, me había advertido. Me puede el afán de que mi hijo se abrigue, tenga cuidado, me llame al llegar… En fin, eso que yo ahora echo tanto de menos.
Queridos lectores, para que entiendan mi nostalgia, les diré que escribo esta columna el día de San José, una jornada que mi padre gustaba de celebrar. Hace más de veinte años que nos contempla desde el cielo, maravillosa metáfora, mientras aprendemos a manejar las emociones y los sentimientos que nos deparan ausencias tan dolorosas. Son heridas que van cicatrizando con lentitud y con la certeza de que esa persona, uno de los amores incondicionales que te regala la vida, es insustituible.
Mi padre era un hombre de bien, que escuchaba cada mañana la sirena de la Fábrica de Armas, avisando, al amanecer, del comienzo de la jornada. De siete a tres, recuerdo. Y luego, la 'velada', unas horas extraordinarias que les venían a los obreros la mar de bien para aguantar unos años duros en los que, eso sí, tenían garantizado su hogar en el Poblado, donde prácticamente se desarrollaba su vida cotidiana.
Echando la vista atrás, recuerdo las fotos en blanco y negro de aquellos grupos de cantantes que intervenían en las 'funciones' que se organizaban con motivo de Santa Bárbara, patrona de la Artillería. Y tengo en mente esas celebraciones de mi padre y sus compañeros, en Merendón o en La Venta de la Esquina. Y es inevitable que me venga a la memoria su pasión por el cine, sus fines de semana, junto a mi madre, asistiendo a las sesiones dobles de esas salas que desaparecieron hacen décadas de Toledo, como ellos decían, del Casco, como ahora lo denominamos: el Moderno, el Imperio o el Alcázar, que sucumbieron ante el fragor de turistas, invasores de unas calles que fueron casi patrimonio exclusivo de los toledanos y que hoy nos resultan extrañas. Casi lejanas.
Eran tiempos de zarzuela, de viajes a Madrid a ver 'Los diez mandamientos' y de sábados de cenas familiares, salpicadas con la sencillez de quienes disfrutan de lo que tienen con espléndida generosidad. Ya jubilado y tocado por la enfermedad, compraba cada día el periódico, daba su paseíto, siempre por su querido Poblado, y se iba a departir un rato con los farmacéuticos. Añoro esos días en los que aprovechaba la luz del sol para dar una vueltecita a su nieto. O esos detalles inesperados que demostraban su amor incondicional.
Ahora, cuando la vida no es la misma, ni mi ciudad tampoco, a veces paseo por ese campus de la Fábrica de Armas, junto a las naves en las que él se dejó tantas horas de su vida, y pienso, orgullosa, en el gran legado que nos transmitió, en su ejemplo de trabajo, de sensatez y tolerancia, que tanto se echa de menos en tiempos de incertidumbre y radicalidad. Mi padre, un hombre bueno.