Vaya por delante que a mí la Navidad no me apasiona. No obstante, intento vivir estas fechas con el mejor ánimo posible, siempre con el irremediable recuerdo de quienes ya no están. Ahora bien, confieso que me saca de mis casillas contemplar esas estanterías de turrones, mazapanes, pastitas y otros dulces en pleno octubre. Y entre el aluvión de luces, arbolitos, trineos, renos y papas noeles que se suceden en pueblos y ciudades de España, ya desde noviembre, hay una figura entrañable a la que echo de menos: el Niño Jesús.
Sí, queridos lectores, el alma de la Navidad de nuestra infancia ha caído prácticamente en el olvido. Cierto es que todo ha cambiado mucho, que hace unas cuantas décadas la celebración comenzaba el 22 de diciembre, con la lotería y los machacones cánticos de los niños de San Ildefonso, y acababa el 6 de enero por la tarde, cuando nuestra madre comenzaba a quitar el belén porque "no quería pingos". Eso decía la mía. Y se vivía todo con más intensidad, con una emoción creciente y esa ilusión que se tornaba en contenida resignación cuando los Reyes Magos no nos traían ese regalo con el que habíamos soñado. Nos convencían los argumentos de nuestros padres, que nos recordaban que el mundo era muy grande, estaba poblado por muchos niños y nos transmitían el espíritu de la solidaridad con aquellos que tenían menos que nosotros.
Seguro que muchos de mis coetáneos se acuerdan también de aquel inicio de vacaciones en El Tropezón, bendito bar, o de ese aguinaldo que se pedía, pandereta en mano, por las casas del barrio. Eso ha pasado a mejor vida. Ahora sólo llaman a la puerta los niños por Halloween. Y ataviados de fantasmas. Todo fruto de una tradición importada que, en mi humilde opinión, no aporta ninguna riqueza a nuestra cultura.
Supongo que mi añoranza está muy relacionada con el paso de los años, con esa época en la que éramos un cúmulo de ilusión limpia, pura, sin dañar por las inevitables vicisitudes y tropiezos de la existencia. Y con esa otra etapa en la que nos esforzábamos por trasmitir a nuestros hijos esos mismos valores, idénticos anhelos, transformados en magia merced a esa estrella de Oriente que quisimos que siguiera brillando en el cielo.
Pues sí, echo en falta al Niño Jesús, medio desnudito, entre la mula y el buey, en un humilde pesebre, aunque en Toledo tenemos magníficos nacimientos para mitigar esa zozobra. Y aquí llega otro de nuestros clásicos: los villancicos, que han perdido terreno frente a la infatigable Mariah Carey. Lo siento, pero nada iguala a esos peces que beben y beben en el río o a esa Virgen que lava pañales y los tiende en el romero. Claro, que ahora eso es machista y fruto del patriarcado. Pero, qué quieren que les diga, donde estén las campanas de Belén que se quite el 'ding dong' americano.