No te puedes imaginar, querida compañera, la satisfacción que me produce este año ser tu amigo invisible. Nada más leer tu nombre en el papelito adjudicatario, volé como correcaminos a mi plácida mesa en la oficina. Sentado frente al ordenador, noté que la alegría me reventaba por las cinchas del teclado. Mis dedos, cuál clavileños, volaban perdidos por la red para hallar la tienda donde comprar tu regalo. La emoción me embargó hasta tal punto, que poco faltó para perder la razón de mi sinrazón, que a mi razón se hace.
Has de saber, estimada compañera de menesteres laborales, que tengo clarísimo tu obsequio desde hace meses, y que por eso no he perdido el tiempo en adivinar tus gustos y afinidades. Recé para que fueras tú la elegida, y fueron del tal intensidad mis oraciones, que el todopoderoso así me lo agradeció. Al cielo imploré ser el agraciado para ofrecerte un presente acorde a tus actitudes y necesidades de los últimos meses. Como te digo, fueron muchas las noches que pasé suspirando de claro en claro, y los días de turbio en turbio, hasta topar con el destino del óbolo. Mientras lo envolvía con esmero, la embriaguez por esa satisfacción habría hecho estallar cualquier alcoholímetro de la Benemérita.
Estos últimos tiempos, apreciada compañera, enturbiabas mi juicio cada vez que coincidíamos en el dispensador mecánico de viandas. Tu populista elocuencia encogía mi espíritu en cada sílaba y palabra. Cincelado en el aire, y mezclado con el aroma de café de máquina, tu concepción sobre el destino por el que España debe transitar en el futuro, me dejaba encogido y sin verbo. Algunos compañeros intentamos, en aquellos primeros momentos de tu discurso, buscar puntos de encuentro en tu discurso y parlamento, como hacíamos antaño. Tus respuestas sobre nuestras argumentaciones, a las que acusabas de reaccionarias y casposas, nos dejaban perplejos y atónitos.
Recordarás, sentida compañera, que no está lejano el tiempo en el que debatíamos sobre todo. A veces con asperezas, pero siempre manteniendo vivo el pegamento que nos ha hecho durante mucho tiempo amigos, compañeros, paisanos y compatriotas. Si hubo muro entre nosotros, en aquellos añorados años, era fácil de saltar. Me consta que, por aquel tiempo, tu voluntad y la mía derribaban los tabiques que amenazaban con ser infranqueables.
Poco a poco, en estos últimos meses, tu mirada y la mía se han tornado frías al cruzarse. Las palabras entre nosotros escasean, y quedan limitadas a dos tres saludos protocolarios. No me resigno a ese destino, que apunta a un futuro no ya de muros, sino de precipicios, tajos y barrancos insalvables.
Por eso, considerada compañera, me siento muy orgulloso del regalo que hogaño te ofrezco, como amigo invisible y corporal, que quiere serlo tuyo durante largos años. Es un libro que, me consta, leíste hace mucho tiempo y que fue escrito hace cuarenta y cinco por muchos autores. Encierra, en sus líneas, palabras hermosas y justas. Para todos y para todas. Sin distinción.
Este es mi regalo de este año. Un ejemplar de la Constitución Española. Por favor, no lo tires. Somos muchos los que no estamos dispuestos a ver ese libro en la papelera, y soñamos con caminar siempre juntos.