En este 2024 se cumplen cuatrocientos años de la muerte de Luis Tristán, el mejor discípulo del Greco. Un pintor extraordinario, que a principios del siglo XVII enriqueció con su obra el panorama artístico de un Toledo que aún estaba lejos de esa imagen de decadencia con la que en ocasiones se ha pintado la ciudad tras el traslado de la corte a Madrid. El prestigio y la riqueza de la sede primada seguían impulsando, junto al mecenazgo de nobles, burgueses y los numerosos monasterios masculinos y femeninos, el desarrollo de las artes y de las letras en una población orgullosa de su historia. En ella Luis Tristán, tras su regreso de Italia y el fallecimiento de su maestro en 1614, se convirtió en el pintor más valorado y de mayor prestigio hasta que la muerte, aún joven, truncó una prometedora carrera artística.
Con motivo de dicho centenario, el Museo del Greco ha organizado una pequeña y bellísima exposición, que combina algunas obras del pintor expuestas en las salas en diálogo con pinturas de su maestro cretense, con una selección, procedente de diferentes instituciones y coleccionistas, que en la Sala de Exposiciones nos permite conocer un poco más la obra de un pintor no siempre valorado suficientemente. El título de la muestra, Tristán. Entre lo divino y lo humano, es muy elocuente del contenido que ofrece.
La pintura de Tristán es esencialmente religiosa, aunque no faltan retratos, como el que pintó para el cardenal Sandoval y Rojas. Una temática que desarrolla a través de la síntesis personal de las diferentes influencias pictóricas que recibió y que podemos percibir en esta deliciosa y bella muestra. Nos recibe un tema muy toledano, la imposición de la casulla a San Ildefonso, aunque la atención se dirige inmediatamente hacia la obra del fondo, la Adoración de los pastores, originalmente perteneciente al retablo de las Cuatro Pascuas del convento de la Reina, que como tantas otras obras, acabó fuera de Toledo durante ese periodo catastrófico para nuestro patrimonio que fue el siglo XIX. Le acompañan representaciones de santos ascetas, modelo para la espiritualidad reformista católica, como el Santo Domingo y el San Jerónimo, este último procedente del convento de San Pablo, así como el mártir San Sebastián. Un hermoso San Miguel Arcángel, del de Santa Isabel o una espléndida Asunción de la Virgen nos hablan de la rica policromía empleada por Tristán.
Pero es la Última Cena la pintura que me ha parecido más extraordinaria, por la inserción en la misma de un género que estaba en pleno desarrollo en la pintura de la época, el bodegón. Es una versión más pequeña del cuadro que se conserva en la iglesia de Cuerva, pero exquisita, por la delicadeza de los alimentos que se exponen sobre la mesa, con la simpática representación de un perrillo pidiendo comida.
Una verdadera conjunción de lo humano y lo divino. Visítenla.