Miguel Ángel Dionisio

El torreón de San Martín

Miguel Ángel Dionisio


Marina Riaño

10/07/2024

Hace tiempo que quería escribir esta columna. No lo hice en el momento de su fallecimiento, que supe tarde, pero era una deuda pendiente, una ofrenda de gratitud y cariño para la que fue mi profesora de francés durante cinco años en el colegio de Infantes, y a quien debo no sólo el conocimiento de la lengua francesa, que transmitía con pasión, sino sobre todo, el ejemplo de una docente enamorada de su labor, vivida como una auténtica vocación.
Marina Blanca Riaño Gómez. Ese era su nombre completo. Poeta, gran animadora de la vida cultural toledana, escritora y, por encima de todo, profesora, aunque yo diría maestra. Hija adoptiva de Toledo en el 2013, vivió apasionadamente el amor a esta ciudad en la que formó a cientos de alumnos, en la Escuela de Magisterio, en el Seminario y en el Colegio de Infantes, tanto en el viejo edificio de la plaza de la Bellota como en las modernas instalaciones de la avenida de Europa. Aquí, como a tantos compañeros de pupitre, me enseñó no sólo a hablar francés, sino también a entusiasmarme con el juego de las palabras, las etimologías, la cultura francesa que conocía de primera mano. Las clases de Marina eran siempre una brisa de aire fresco, a pesar de que era preciso estar atento, pues era exigente con unos alumnos adolescentes que en bastantes ocasiones no estábamos interesados en aprender nada. No obstante, recuerdo con mucho cariño aquellas lecciones magistrales que impartía, con su pedagogía personal, que nos desconcertaba, porque nos sorprendía, como cuando se subía y bajaba de la mesa para mostrarnos la diferencia de los tiempos verbales. Unas clases que cotidianamente comenzaba «Au nom du Père, et du Fils, et du Saint-Esprit» y que se convertían en una vorágine de palabras, verbos, expresiones coloquiales, cultura, haciendo del aprendizaje de una lengua –a priori aburrido, como he comprobado al intentar estudiar otros idiomas- algo profundamente dinámico. Sus juegos de palabras nos ayudaron a no olvidar jamás que el modo verbal potencial lo es «porque pote que sí, pote que no»; o a interiorizar frases que, como aquella tomada de uno de los lemas de mayo del 68, le permitieron dar varias sesiones inolvidables, haciéndonos pensar, en la pequeña aula que ocupábamos el reducido grupo de Tercero de BUP de Letras.
Marina amaba la docencia. Es la gran lección que aprendí de ella y que procuro aplicar en mis clases. Porque ser docente no es sólo transmitir conocimientos, sino, ante todo, transmitirlos con amor; amor a la materia explicada y amor a tu alumnado. Marina lo vivió así.
En ocasiones, al pasear junto a la escultura «Flor de la Cava» de Gabriel Cruz Marcos, leo sus versos dedicados a Florinda, inscritos en cerámica, y no puedo menos que evocar con cariño y agradecimiento a una maravillosa persona, generosa, culta, entrañable por su humanidad, inolvidable maestra.
Merci beaucoup! Au revoir, Marina!