Quizá el mundo se acabe cuando dejen de llegar las grullas al fulgor de la luna de noviembre. Al menos mi mundo. Este año he temido que se quedaran en el norte. Han amagado, pero ya bajan por las tardes de color miel que lo llenan todo con premura y nostalgia, a partes iguales los días radiantes; y de melancolía y desdén esos días zarcos y de niebla. De madrugada me despierta un colirrojo tizón emboscado en su jardín de invierno. Canta temprano y recio. No sé si habrá venido a quedarse o está de paso. Aquí le trataré bien. Al anochecer cae el cernícalo a parapetarse bajo la cornisa de la cubierta del colegio. Ahí se guarda toda la noche y me observa cuando, como ahora, me asomo a ver si ya ha llegado. Todo bien. Todo tranquilo.
Noviembre es el mes de las grullas. Con las ventanas abiertas escucho su trompeteo lejano, miro a la ventana y las busco en la lejanía, sobre la cuerda de la Sierra de San Vicente. Un hormigueo directo y decidido hacia el oeste. ¿Desde cuándo bajan las grullas a las dehesas del mediodía? ¿Qué habrán visto siglo tras siglo, milenio tras milenio, en esta tierra gastada y esquinada? A veces me quedo observando los bandos, distinguiendo los jóvenes, los rezagados, la perfección de la formación recia. Las grullas de noviembre traen la certidumbre de un tiempo ya perdido, como un recuerdo de algo que sé que está, pero que ya no volverá a ser. Un aroma de otro tiempo. Pero en este. Quizá algo anacrónico. Pero vivo. La vida es observar el descenso de miles de grullas una tarde de noviembre sobre los Golines del Guadyerbas, la esquina de Velada, Oropesa, Navalcán y Parrillas, entre alcornoques y encinas, con Gredos vigilando en la distancia. Ahí vive mi tierra.
Con la luna de noviembre hay que dormir con la ventana abierta, despertarse y acunarse con el trompeteo de las grullas que vuelven. A veces, más altos y lejanos, pasan ánsares hacia el fantasma de lo que fueron las marismas del Guadalquivir en Doñana. Y, quizá, en las noches más frías, ulula próximo el búho real. Las noches de noviembre son inmensas. Las noches de la luna de noviembre son las noches de las grullas. Toda la tierra, todos los seres, se detiene, atienden y escuchan. Saben que con ellas, con las grullas, viaje el último aliento de un tiempo antiguo y que se escapa definitivamente.