Me persigue una libélula de cuatro alas. Juega conmigo, a veces gira y gira a mi alrededor. Otras veces se detiene en el camino, unos pasos más adelante. Y me espera. Deja que la fotografíe. Que me ponga a su lado y casi la toque. Luego vuelve a su aire, a subir, avanza, se detiene, y regresa a la sombra de los álamos blancos arrebatados por el viento de la mañana. Canta una oropéndola, lejana, y lo intenta un carricero tordal. El río ya huele a detergente y suavizante para ropa. Todo el invierno y toda la primavera volvió, sediento, a su olor animal y mineral, espeso de légamos y cienos. Pero ya me mira y me dice que se acabó. Pero pudo ser, me dice. Podré ser. Me basta. Lo acaricio con la mano y me siento a escribir y leer un rato bajo el reino de una curruca capirotada. Respeto a la torcaz abalconada junto a su nido; y recuerdo cada vez que paso junto al tocón donde se enrosca la culebra bastarda. Recuerdo. Busco un poema que una tarde escuché en la radio, en el coche, y que ya no he olvidado. Ni el poema ni la tarde.
Redibujo la sección del Novocomun de Terragni, días de modernidad, sencillez y blancura con el fascismo barriendo Italia. Redibujo el Asilo de Sant'Elia. Tendré que volver a hacerlo otra vez. Porque la vida gira y gira como la libélula de cuatro alas, como aquellas de Gredos, en medio de caminos de polvo fino y helechos fulgurantes, entreverados de saltamontes de todos los colores y lagartos ocelados abrazados a los bolos de granito. Todo gira y todo vuelve, o quizá no nos movamos nosotros y el tiempo regrese una y otra vez a pedirnos explicaciones sobre la inercia que nos ancla, paraliza y limita. Todo gira, no sé si hacia arriba o hacia abajo, y qué es arriba y qué abajo. Queda pasear, comprar libros viejos y amarillos, pensar en maquetas, en frases tomadas al vuelo en poemas que leo en la penumbra de la primera tarde.
Hoy han vuelto los cernícalos. Se han asomado a la ventana y me han montado su escándalo de plenitud en el patio de luces. Arriba estelas de aviones y vencejos como puntos, como cuando se me va la vista y sólo quedan pedazos de bloques cubistas, y arañas que caminan sobre lo más alto del cielo o lo más profundo de los ojos. Qué se yo. Busco poemas y vuelvo a Homero este junio de días inmensos. Espero cada madrugada, como una condición, que amanezca, que cante el mirlo su advertencia. Y veo caer el sol, cenital, todos los días; muchos, de recogida, sobre el fulgor de las naves industriales, inmensas, como placas de plata varadas en un paisaje que no entiende nada. El ocaso siempre vuelve todo preciso y terriblemente real.
Sigo buscando un poema entre códigos y cuadernos, apuntes y pedazos de yeso y mármol, camisas sin planchar y tinta de todos los colores. Color. Y resplandor. Cierro los ojos y vuelan dentro alas de vencejos y libélulas, pedazos de brillos y chillidos de junio. Sí, todo esta en el aire. Todo, en el cielo.