Como norma general, a nadie le gusta quedarse a medias. Los más ardientes y pecaminosos -valga el masculino genérico, como siempre, para todas las personas sin distinción de sexo- estarán pensando en las cosas de la coyunda. Y no. Esa molesta sensación de no llegar hasta el final trasciende prácticamente a todos los ámbitos. En la cama, en el cine, en el tajo y también en el bar. La falta de profesionales en la barra conduce a ello. Entras al establecimiento, te pides un medio o un combinado completo y, al segundo de servírtelo, te espeta el camarero: "Disculpe, queremos cerrar en cinco minutos". Vamos a ver, caballero, o señorita, si no me avisa antes es preferible que no me lo sirva. Los de tragaderas como embudo de boca ancha no pondrán problema, pero los que tenemos la faringe de un jilguero y debemos andar de sorbitos cortos para prevenir también la integridad de la garganta, necesitamos nuestro tiempo.
La escena inconclusa más sonada de lo poco que llevamos de primavera se ha dado en Sahagún, en la provincia de León. Por allí pasaba un tren que había partido desde Madrid y cuyo trayecto terminaba en la capital leonesa. Cuando le faltaban 60 kilómetros para llegar a su destino, el convoy se detuvo en la estación de esta localidad lindando a Palencia. Los sufridos viajeros lo tomaron como una incidencia más de Renfe, porque los problemas no se limitan a los trenes con salida o destino en Extremadura, ni mucho menos. Al cabo de unos 20 minutos con la máquina completamente parada, el revisor comunicó a los pasajeros que el tren no continuaría hacia León. Tuvo que pasar una hora, hasta que conocieron el motivo: el maquinista había terminado su jornada laboral.
No hace falta hacer esfuerzo alguno para ponerse en la piel de esos pasajeros. Dudo de que a muchos les saliera la vena sindicalista y se pusieran a hacer pedagogía a favor de los derechos laborales del trabajador. También desconocían, como luego trató de justificar Renfe, que el maquinista venía de cubrir otro servicio previo en el que se encontró con una incidencia en la infraestructura que le había provocado un retraso de 88 minutos. Esa demora implicaba un exceso del tiempo de conducción que tenía previsto para ese día, por lo que, según la versión de la compañía, no debía estar más tiempo a los mandos de la máquina por una razón de seguridad. ¿No lo podían haber previsto antes de salir? Y allí que anduvieron todos dentro de los vagones casi dos horas hasta que llegaron varios autobuses que les llevaron hasta León.
La cuestión no es confrontar seguridad y derechos laborales con el lógico cabreo de los pasajeros. Si fuera la primera vez, el debate se habría zanjado al minuto. Lo que ocurre es que este tipo de incidencias y de averías son habituales en un servicio que sufre una degradación progresiva, afectando, de forma más reiterada, a Cercanías y a la media distancia. Si eres de los que vas a Madrid, estarás harto de leer este mensaje: Retrasos en las líneas C-2, C-7, C-8 o C seguido del número que sea. El motivo va variando, la consecuencia, no. Unas veces es una avería de un tren mercancías que salpica al resto, otra que se ha estampado una avutarda o que la catenaria se ha constipado. Da igual. Y lo del cambio de tren a mitad de trayecto, a la mayoría de viajeros de estas líneas que enlazan Guadalajara o Toledo con la capital no les pilla de sorpresa. Cuando el ministro Óscar Puente acabe ese trabajo fino e intelectual de recopilar críticas y algún insulto, puede autoimponerse como trabajo mucho más efectivo coger cualquiera de las líneas de Cercanías durante una semana. No es necesario más. Será un ejercicio bastante más útil -si es que intenta poner remedio al deficiente servicio- que lo de destinar recursos a recopilar columnas periodísticas.