Ya saben que cuando se coge la linde, pues no se suelta. Y creo que yo la he cogido. Pero se trata de una linde hermosa, conmovedora. Así que voy a volver a hablarles de mi faro más querido, el de Tánger. Porque –ya se lo decía la semana pasada- pocas experiencias he vivido más duras e impactantes a lo largo de mi vida como la del encuentro con los niños de la calle y la extraordinaria labor que está realizando el proyecto Faro con ellos. Quizá quien haya leído a Mohamed Chukri pueda hacerse una leve idea de la crudeza de la vida de esos niños y adolescentes, descrita desde la experiencia vital del autor. Pero nada igual al encuentro cara a cara con la realidad de unos chicos que deambulan por las calles de la ciudad, huyendo de la policía, sobreviviendo a base de evadirse de su infierno esnifando ese disolvente que les destruye física y psíquicamente, sometidos a la lacra del turismo sexual que proveniente, para vergüenza nuestra, de Europa y también de España, por unos pocos dírhams les somete a la más aberrante explotación – los desgarros anales son frecuentes entre estos niños-; abandonados desde la más tierna infancia por culpa de hipócritas códigos de honor o fugitivos de sus casas para evitar las palizas, los malos tratos o los abusos. Durmiendo entre desechos, en lugares recónditos presa del miedo, incluso en los cementerios, quizá uno de los lugares más seguros para ellos.
Por eso, la labor del proyecto es realmente impagable. Porque por unas horas se les ofrece un espacio que les acoge, donde con la ayuda de voluntarios, pueden jugar, recibir algo de formación, una merienda; donde, en la pequeña clínica odontológica que se ha montado, se les limpian los destrozados dientes, o se les implantan nuevos; donde, sobre todo y ante todo, reciben cariño y se les trata con dignidad humana. Un lugar al que acuden voluntariamente porque intuyen, en su lacerada y destrozada afectividad, que se puede dar y recibir amor gratuito. Que no son basura.
Cada historia está marcada por el dolor, por la tragedia, por un sufrimiento que no somos capaces ni de intuir. Y, sin embargo, su corazón, al recibir esa atención desinteresada que se les presta en el Faro, es capaz de expresar un agradecimiento sin límites. Con un beso en la frente, signo de respeto, un abrazo o una sonrisa. Como la de Hisham. Un niño con el que jugaba por las tardes a las damas. Inteligente, despierto, tenía su brazo marcado por las heridas de sus intentos de suicidio, tratando de huir de los malos tratos que le llevaban también a evadirse consumiendo habitualmente hachís. Sólo hablaba dariya, por lo que no podíamos comunicarnos con palabras, pero al finalizar la partida, una amplia sonrisa me decía «gracias» por haberle tratado como persona.
Jamás olvidaré la sonrisa de Hisham.