La Revolución Francesa de 1789 (hubo varias después) significó una profunda cesura en la historia de la Humanidad. Con ella se derrumbó todo un entramado político, social, económico y cultural que se había ido gestando en Europa desde la caída del Imperio Romano, transformando por completo el modo de entender el mundo del hombre occidental. Aún hoy en día se nos hace muy complicado comprender la mentalidad previa al colapso del Antiguo Régimen, pues hijos y herederos del siglo XIX, todo lo vemos bajo su tamiz. De ahí las dificultades, por ejemplo, para comprender que la Monarquía de España, el complejo conjunto de estructuras políticas que configuraban nuestro país, con una proyección en varios continentes, no fue un imperio colonial como los que nacieron, tras la Revolución Industrial y el surgimiento del moderno capitalismo, en las últimas décadas decimonónicas. Como ese ejemplo, todo lo demás.
Pero volvamos a la Revolución, que comenzó con las sesiones de los Estados Generales en Versalles, si bien la solemos asociar a un hecho posterior y que, paradójicamente, tuvo poca trascendencia política, la toma de la Bastilla el 14 de julio. En medio de la vorágine revolucionaria surgieron numerosos personajes, algunos geniales, otros meros arribistas; en ocasiones, los auténticos monstruos sedientos de sangre que nacen en todo momento de confusión. Grandeza y mezquindad, heroísmo y cobardía, entretejen las figuras que fueron apareciendo y que, con bastante facilidad, fueron devoradas por la propia marea revolucionaria. Desde un Robespierre a un Napoleón, desde el camaleónico Talleyrand al sinceramente radical Babeuf, pasando por Danton, Sieyès o Desmoulins. Incluyendo a víctimas inocentes como el desdichado Delfín o de destino trágicamente trazado como el del bonachón e incompetente Luis XVI.
Todos ellos son materia suficiente para cualquier pluma avezada en la biografía. Pero hay dos que han encontrado un escritor con la suficiente penetración psicológica, con la brillante capacidad descriptiva, con la sutil intuición para desvelarnos lo más hondo de su espíritu, con la maestría de convertir sus vidas en un apasionante relato. Se trata de Joseph Fouché y la reina María Antonieta, y el autor no es otro que Stefan Zweig.
Tengo verdadera pasión por la obra de Zweig. Un autor que sigo redescubriendo día a día. Que me sigue deleitando y enseñando, como sugerían los clásicos. He aprendido y disfrutado mucho con las dos biografías a las que me refiero, ambas editadas, con la exquisitez de siempre, por Acantilado. Sendos libros que nos hablan del hombre político, ambicioso y sin escrúpulos que fue Fouché, superviviente a todos los regímenes por su capacidad de cambiar de bando, apostando siempre por el vencedor; y de la frívola y superficial archiduquesa austriaca, que llegó por el juego político al trono de Francia y que, en el momento de la desgracia, supo sacar lo mejor de sí, para ser la víctima más famosa de la guillotina.
Dos obras maestras, que les aconsejo disfrutar.