Un ecosistema, a efectos de la Ley Europea de la Restauración de la Naturaleza publicada en el mes de junio, es «un complejo dinámico de comunidades vegetales, animales, de hongos y de microorganismos y su medio no viviente que interactúan como una unidad funcional que incluye tipos de hábitats de especies y poblaciones de especies». El objetivo de esta norma es la protección de los ecosistemas porque nos garantizan la regulación del aire, el agua, la captura y almacenamiento del carbono, la fertilidad de los suelos, la polinización, la reducción del riesgo de enfermedades, así como protección frente a peligros y desastres naturales.
La clave de su conservación está en preservar y recuperar su biodiversidad, puesto que, si un ecosistema tiene mayor diversidad biológica, conseguirá evitar la alteración de su estructura y mantener el equilibrio, ya que gracias a la heterogeneidad de las distintas especies que lo componen podrá absorber las alteraciones que lo afecten, evitando su destrucción paulatina. De aquí, el compromiso de la Estrategia de la Biodiversidad de la UE de conferir protección jurídica al 30% de la superficie terrestre europea y al 30% de la marina, de aquí al 2030.
La ley establece objetivos y obligaciones para restablecer un estado de conservación favorable de cada ecosistema en su área de distribución natural, según cada plan nacional de recuperación. Primero, para los ecosistemas terrestres, costeros y de agua dulce donde se incluyen todos los hábitats recogidos en la Directiva de 1992 sobre la conservación de los hábitats naturales y de la flora silvestre, que fue el origen de la red ecológica europea de zonas especiales de conservación, más conocida como Red Natura 2000, diferenciados en seis grupos: 1) humedales costeros e interiores; 2) pastizales y otros hábitats pastorales; 3) hábitats fluviales, lacustres, aluviales y ribereños; 4) bosques; 5) hábitats esteparios, de brezales y de matorrales; y 6) hábitats rocosos y de dunas.
Después, para los ecosistemas marinos referidos a los hábitats establecidos para las distintas regiones biográficas: 1) lechos de vegetación marina 2) bosques de macroalgas; 3) bancos de mariscos; 4) mantos de rodolitos; 5) campos de esponjas, corales y coralígenos; 6) respiraderos y rezumadores y 7) sedimentos arenosos. Les siguen, los ecosistemas urbanos, con el fin de que no se pierdan espacios verdes.
Por último, los ecosistemas agrarios, cuya biodiversidad se mide, indirectamente, con indicadores: mariposas en pastizales; reserva de carbono en suelos agrarios; superficie agraria con elementos paisajísticos de gran diversidad y aves comunes en medios agrarios, ya que es, por el momento, la única forma conocer si su estado de conservación es favorable o no.
Para medir la biodiversidad de los ecosistemas agrarios, Castilla-La Mancha es de las pocas regiones que ha conseguido cuantificar la superficie agraria con elementos de diversidad paisajística. El 48,36% de la SAU (superficie agraria útil) de nuestra región está tipificada como SAVN (superficie de alto valor natural), de lo que, evidentemente, hay que felicitarse, aunque sea un indicador dinámico que se ve, particularmente, afectado por el abandono de la actividad agrícola y ganadera.