Llevo dos días con las botas mojadas. Tengo que cambiarlas, pero saben cómo camino, saben dónde llevarme. Y donde ya no. Piso los charcos donde se reflejan las farolas y las últimas luces de Navidad. Y el agua me empapa los calcetines y los pies. Nunca he tirado unas botas. Las llevo a su osario de suelas gastadas y costuras vencidas, y allí reposan hablando de sus tiempos y sus caminos. Lluvia. La lluvia llega de noche, mansa y lenta. Y luego sigue cayendo de madrugada, resbalando y goteando en la ventana. Me despierto de madrugada y la lluvia sigue ahí. Subo la persiana y las nubes pasan a la altura de mi mano. Las luces, pocas, abajo. Jirones de niebla espesa y el silencio opaco de la lluvia lenta. Nada más.
Tengo ganas de que llueva. Mejor, de que no pare de llover, y la tierra despierte, y empiece a latir y a brotar, a fluir por cada uno de sus poros. Hoy he cogido el sombrero, me ha crecido la cabeza o ha encogido. Tengo que darle cera. Mañana. E irme con él a las dehesas del Guadyerbas en esos días donde el horizonte es un mar, donde Gredos no se presiente siquiera, donde respiras agua y el Tiétar empieza a crecer y a subir y a subir, arrastrando fresnos y pinos, basura y todos los inviernos vacíos. Botas, pantalón de pana, y la Barbour verde cuarteada por los serrijones del Aljibe en la Jara. Y a empaparme. A calarme de lluvia hasta los huesos.
Tengo ganas de que Gredos estalle. De que cada garganta, cada regato, caiga con urgencia. Sentarme allí arriba, en la raya exacta donde se hace la magia y la niebla-lluvia se convierte en nieve. Sentarme y respirar el aire gélido y suave que huele a lo más lejano del Atlántico. Tengo ganas de que llueva y que rompan los ríos del Guadiana, que el agua de verdad expulse a los fantasmas y telarañas que ahora ocupan su cadáver de recuerdos. Quiero volver a contemplar, aunque sólo sea una vez más, el latido posible de la madre del Guadiana, del Záncara, del Azuer, y quién sabe si los Ojos, todos desbordados y ocupando las cenizas de sus tablazos, de su expolio, reclamando su territorio sin miedo y con autoridad.
Quizá siga lloviendo. Quizá nieve en los silencios de las Serranías y los ríos del Tajo despierten con fuerza en primavera. Quizá. Las botas viejas me piden un último invierno de agua. Yo las complazco y dejo que se vayan empapando. Botas mojadas. Quizá este invierno sí.