Permítanme que vierta una lágrima por aquel grupo humano que, justo al acabar la Feria de 1975, se disponía a iniciar una aventura pedagógica poco menos que incomparable, en la cual, para orgullo mío, me vi envuelto. Un grupo de muy diversas procedencias, ideologías y edades, aunque todos imbuidos de un mismo afán: dar lo mejor de sí mismos por los alumnos y alumnas que se disponían a iniciar el bachillerato o la Formación Profesional en la Universidad Laboral.
Hoy día que a todos los directores y directoras de los incontables centros que hay en Albacete y su provincia, se les cae la baba ensalzando las 'calidades', 'magnificencias' y 'excelencias' de las enseñanzas que imparten, sostengo que los primeros cursos celebrados en aquella nueva institución fueron ejemplares. Los siete años que impartí allí docencia fueron modélicos, desbordantes de ilusión y de entrega. Lo que allí se hizo, constituyó un auténtico hito en nuestra ciudad, que, para quien lo ignore, contaba a la sazón con dos institutos de Enseñanza Media, y un tercero –el Vandelvira– recién inaugurado, sin contar obviamente con los Escolapios y la Academia Cedes.
La clave de tan lograda enseñanza estribaba en la entrega del alumnado y del profesorado: los primeros dispuestos, por lo general, a comerse el mundo; los segundos a echarle horas, además de las propiamente lectivas, al seguimiento individualizado de cada alumno. Puntualidad, rigor, exigencia, en niveles como jamás los volvería a ver, ni siquiera en la Universidad, donde enseñé hasta los setenta años.
Cabía destacar, asimismo, al menos hasta 1980, un espíritu colaboracionista, una amistad, una entente extraordinariamente cordial entre los docentes y, entre ellos y los alumnos. Nada extraño que en aquel caldo de cultivo se gestara la revista Barcarola, para la que contamos Encarnación García de León, recién llegada de Soria, y yo, con colaboradores de dentro, como Agustín Sánchez Ajofrín (que obtuvo plaza tras la desdichada muerte de Pedro Castro), o de intelectuales de la propia ciudad, como Ramón Bello; un grupo que, engrosado con estudiantes como Antonio Torres, Arturo Tendero, Francisco Morcillo o Gaspar Soria, entre otros muchos, o mi propia esposa –que, años después, enseñó en aquel mismo centro–, o Aurora Zárate, siempre han llevado esa publicación en el alma. Llegamos, incluso, en aquellos primeros años de democracia, a realizar montajes escénicos supermodernos, en la línea de Samuel Beckett, Ionesco o Fernando Arrabal, con un escenario en forma de anillo y con los espectadores en el centro, hasta que, en un momento determinado, se desprendía una red y quedaban atrapados.
Para tales experimentos era condición sine qua non estar al día, como lo estaban asimismo los profesores de otras disciplinas: Manuel Ceña (otro soriano a quien acompañamos a la bella ciudad del alto llano numantino con ocasión de su pomposa boda en San Saturio, y la posterior visita a la Laguna Negra), Juan de Dios, ya fallecido, Ramón Calero, Paco Campos, María Luisa Burguera, José Deogracias Carrión, Antonio Patricio, Antonio Ramos, Antonio Cuesta, y, muy especialmente, al gran Benito Hernández, además de un largo etcétera.
Nuestra colaboración se extendía asimismo al conjunto de Profesores de Residencia, como Tomás Mancebo, con quien viví, hacia 1979, una experiencia inolvidable, recorriendo la Sierra de Alcaraz a la caza de alumnos; ¡qué gran compañero de mil batallas! O Emilio Lamparero, que se enroló como psicólogo en el Real Madrid de Benito Floro.
Hoy día en que, a punto de jubilarse o ya jubilados, muchos de aquellos alumnos tocaron cielo, como Herminio Picazo, nos cabe, para nuestro consuelo, el recuerdo y la ternura que vemos reflejados en sus rostros cada vez que nos cruzamos con ellos. ¡Lástima, por lo demás, que las gentes de nuestra ciudad, como tantas veces he comentado con el doctor Julio Virseda, tengan una memoria tan frágil con sus ancestros!