Nunca hasta ahora, el asunto de publicar un libro había adquirido sesgos de descaro como los que estamos viendo en la actualidad. Enfrentadas entre sí, las editoriales grandes y pequeñas, las decenas nuevas que han surgido como hongos estos últimos años, llámense de autoedición, coedición, edición, aunque prácticamente en su mayoría, con un objetivo claro y definido, sobrevivir, aunque para ello tengan que sacrificar a la víctima propiciatoria, el cliente, que, por regla general, se considera un portento.
Y así, en medio del caos generalizado de la autoedición, las editoriales (siempre ávidas de hallar a su mesías a bajo costo, porque, y ésa es otra, la figura del lector serio y riguroso, como lo fue Albert Camus en Gallimard, tiende a suplantarse por la de un "jurado" de mucho "don", pero poco "din", o sea, mucho relumbrón, pero escaso margen de acción, y con unas directrices muy claras desde arriba, derivadas de una más bien caprichosa ubre- se burlan de los centenares de ingenuos que se prestan a participar en el juego, bien sea porque no disponen de un consejero honesto y fiable que les advierta, en el momento en que deciden presentarse a un premio de entidad, que se abstenga de hacerlo, porque "ahí también está todo el pescado vendido", con el lógico disgusto; aunque, al final, confiados en que todo eso del pescado sea una leyenda urbana más), se avienen a todo tipo de manejos con tal de salir de números rojos.
La cosa viene de lejos. Se sabe, concretamente, que dos obras clave para entender el paso a la literatura moderna, una novela y un poemario, publicados con ocho meses de diferencia, en 1856 y 1857, Madame Bovary y Las flores del mal, se vieron sometidas a un proceso, nada menos que, por inmoralidad. Flaubert, luego de demostrar ante los jueces que la acusación era una patraña urdida por gentes practicantes de la doble moral burguesa, vio, con verdadera indignación, que el morbo incrementaba poderosamente las cifras de venta. Por su parte, Baudelaire, obligado a mutilar su texto, comprobó idéntico fenómeno.
De ahí que no sea de extrañar lo ocurrido en nuestro país esta semana. José Bretón, demostrado su aberrante crimen, salió derecho a prisión para pasar el resto de sus días recluido; mientras su mujer, estupefacta aún de haber convivido con un ser tan abyecto, se resignaba a vivir con la imagen intacta de sus dos pequeños – Ruth, de seis años, y Jose, de tres -, quemados como cachorrillos por su indigno progenitor, hasta ese punto llegó la demencia del personaje.
Quedaron, no obstante, demasiados flecos en aquel terrible proceso, por parte, especialmente de aquel sádico, a quien únicamente traicionaban sus ojos acechantes de saurio, permaneciendo en todo momento impávido y sumiso. Un ejemplar de cuenta. Demasiado tentador para que uno de esos aventureros de la pluma con más bien escasos miramientos, no sintiera la tentación de imitar a Capote, y, de paso forrarse.
En buena lógica, y para evitar que renazca el dolor entre los familiares y amigos después de muchos años, el juez ha invitado a la editorial a no dar curso a la distribución del libro. Pero queda la mirada de la bestia, la publicidad morbosa, la prohibición, los ejemplares extraviados, los bajos instintos, e incluso la eterna pregunta del punto de vista adoptado en el libro, si podría ser útil a los profesionales, y, en especial, la pregunta esencial a la que nos enfrentamos cada vez que ocurre un hecho de tal naturaleza, y es el temor a que el ejemplo cunda y la libertad de? expresión se vea una vez más amenazada por los de siempre. El asunto, como ven, promete.