La semana pasada se cumplía el aniversario del fallecimiento de Antonio de Nebrija y, como cada 5 de julio, se celebró en la Universidad de Alcalá de Henares- de la que fue catedrático de Retorica y donde descansa cerca de Cisneros, su bienhechor, en la Capilla de San Ildefonso- un acto en memoria de su persona y de reconocimiento por la dimensión de su legado.
Nebrija, un auténtico humanista renacentista, en pos del progreso de la humanidad y, por ello, interesado en multitud de saberes, era consciente de que la lengua era un instrumento esencial para que la sociedad avanzara, ya que entendía que la lengua no se limitaba a ser un mero artificio retórico, sino que era una poderosa y eficaz herramienta cultural. De ahí la clara intención pedagógica y didáctica de su «Gramática castellana» que escribió para procurar el avance con rigor en todas las ramas del conocimiento -que por aquel entonces empleaban el latín de manera artificiosa y no como una lengua viva y dinámica- y, de esa manera, superar la ignorancia y el estancamiento de la sociedad de su tiempo.
La recopilación de las normas gramaticales del castellano las puso al servicio de la unidad, y del entendimiento, de España, porque, además, su publicación en 1942 coincidiría con el descubrimiento de América por la Corona española, por lo que con su meticuloso trabajo ofreció una obra con la que poder estudiar el castellano y usarlo en los nuevos territorios.
Por supuesto, también era consciente de que su gramática- que sienta las bases de una de las peculiaridades del castellano: el predominio de la ortografía fonética- no solo sería importante por la utilidad que procuran las reglas, sino por promover el espíritu crítico. Hay una estrecha relación entre el pensamiento y la estructura gramatical, puesto que esta ordena y estructura la forma de pensar, lo que casi siempre hacemos antes de expresarnos, ya sea verbalmente o por escrito.
Quizás nuestra lengua, rica en palabras, giros y expresiones lingüísticas de distintas procedencias, es como la gastronomía que nos sirve en el plato pistas que nos ayudan a conocer el origen de nuestros alimentos, a entender lo que comemos y a saber que nuestras vicisitudes históricas han determinado nuestra pauta alimentaria. En estas cavilaciones me perdía, mientras esperábamos, sentados a la mesa, a que nos sirvieran unos exquisitos tirabeques, brillantes al aceite de oliva, con jamón y acompañados de un crujiente pan de aroma intenso cocinado en horno de leña.
Compañeros -etimológicamente los que comparten el pan- de mesa, que, aunque hacíamos buenas migas, llamábamos a esta rica variedad temprana de guisante de vainas tiernas y carnosas con nombres diferentes: tirabeques, guisantes de jardín, bisaltos, mollares, capuchinos, jolantaos, guisantes de nieve o de azúcar, etc.