Javier del Castillo

Javier del Castillo


Iluminados

10/12/2024

No hay que tener muchas luces para constatar la absurda carrera a la que se someten algunos alcaldes de ciudades españolas para ser los primeros en iluminar sus calles, mucho antes de la celebración de la Navidad, solsticio de invierno para quienes, por creencias - o por llevar la contraria -, son refractarios al nacimiento del Niño Jesús. 
En las Navidades de mi infancia, años 60 del pasado siglo, se pusieron en marcha los planes de desarrollo, pero a ningún dirigente político de entonces - elegido a dedo y con competencias en el ámbito local o provincial –, se le ocurrió adelantar la Navidad unos meses, ni presumir de haber colgado en sus ciudades más bombillas que nadie. El alumbrado era tan apreciado que se lo reservaban para los barrios que todavía no lo tenían durante el resto del año. 
Eran, además, unas Navidades de reencuentros, de villancicos al lado de la lumbre, de rondas y aguinaldos. Unas Navidades donde el protagonismo lo compartían el belén y la figura del niño Jesús. Aunque parecer una batalla perdida, merece la pena seguir luchando por lo auténtico, frente a las modas importadas. No hace falta montar un espectáculo lumínico para promocionar un destino turístico consolidado. Un lugar que ya anda sobrado de joyas arquitectónica y monumentos. 
Defender nuestras tradiciones sin prejuicios y apostar por el sentido más profundo de estas Fiestas, sin ostentaciones e imposiciones de ningún otro tipo - sin prejuicios absurdos -, me parece mucho más auténtico que convertir las plazas y calles del centro en una especie de Disneylandia, en un escenario ficticio, donde se da prioridad al tamaño, en vez de apostar por lo pequeño, humilde y sencillo.
El alcalde de Vigo, el de Madrid o el de Torrejón de Ardoz han hecho de la Navidad una especie de carrera. Un circo en el que se autoproclaman jefes de pista. En otras ciudades, como Barcelona, el presidente de la corporación municipal, como lo hacía su antecesora Ada Colau, intenta evitar por todos los medios que no exista en la representación navideña ni la más mínima referencia a los orígenes cristianos de esta Festividad.
Sin embargo, por mucho que se empeñen algunos, en nuestro imaginario colectivo el niño Jesús aparece en una cuna, flanqueado por la Virgen y San José, y los Reyes Magos se acercan al portal de Belén en camellos para entregar oro, incienso y mirra. No quiero decir con esto que esa tradición trasmitida de generación en generación sea de obligado cumplimiento, pero quiero dejar claro que en los escenarios de mi infancia los Reyes Magos siempre han llegado por 'las eras altas, los peces beben y beben y vuelven a beber, y la virgen lava pañales y los tiende en el romero', sin que por ello haya que calificar a San José de ser un peligroso machista. 
Con todos mis respetos por la globalización y la multiculturalidad, nuestra tradición navideña poco o nada tiene que ver con ese señor orondo y barbudo que vuela sentado en un trineo con un montón de regalos. Si me dan la opción de elegir, me quedo, claro está, con la ilusión de los Reyes Magos, aunque los regalos de mi infancia fueron escasos, porque tenían que llegar a todos los niños pobres del mundo. 
En mi memoria siempre estarán presente las rondas de villancicos, con el Cerezo y el Pardillo, por las calles de Sigüenza, las actuaciones de la Rondalla en la Plaza Mayor y los grupos de niños pidiendo por las casas el aguinaldo. Tampoco podían faltar en estas fechas la zambomba que fabricaba artesanalmente el abuelo con las tripas del cerdo, el almirez de la cocina y la cuchara del desayuno para rascar con toda la fuerza y la rabia del mundo una botella de anís vacía que tenía guardada la abuela en un armario del comedor.
Nos sobraba todo este derroche lumínico.