Me declaro fan de la Constitución del 78. Más allá de pequeños detalles o artículos desfasados, representa la superación de épocas oscuras, la reconciliación de un país y el reconocimiento de derechos supremos, ya desde su artículo 1: «La soberanía nacional reside en el pueblo español del que emanan los poderes del Estado».
Ahora, al celebrar su 46 cumpleaños, lamento decir que, en estos años, hemos ido a peor y el sistema ha degenerado hasta llegar a un punto de difícil retorno. Porque, no nos engañemos, las declaraciones de principios resisten el papel y el paso del tiempo, pero, si no van acompañadas de actos acordes a lo que manifiestan, no constituyen más que una farsa.
No sé cuándo ocurrió, pero es evidente que el espíritu que guio a los padres de esa magnífica Constitución de 1978, aprobada por la mayoría de un pueblo ansioso de libertad, se diluyó hasta convertirse en un veneno que ha afectado a los poderes del Estado, esos que, según el artículo 1 de la Carta Magna, emanan del pueblo.
No me cabe duda que todos los españoles somos iguales, como reza el artículo 14, pero resulta que los políticos manejan a su antojo esa premisa y se puede vivir mejor o peor en un territorio, en función del interés del gobernante de turno. Esa es otra: hace tiempo que los que mandan se alejaron de los ciudadanos. Olvidaron que su cargo es efímero, que su deber es atender los desvelos de sus gobernados y, por el contrario, optaron por satisfacer sus ansias de poder. Por encima de todo. Cuando la honestidad se pierde, cuando los principios se olvidan, cuando «el vulgo», que diría Maquiavelo, «se deja cautivar por la apariencia y el éxito», asistimos a una grotesca representación, en la que el pueblo se ve superado por tesis que ya puso en práctica el terrorífico Goebbels: «Una mentira mil veces dicha se convierte en una verdad».
Son tiempos difíciles, queridos lectores. Por eso reivindico nuestra Constitución y, como periodista, ese artículo 20 que consagra la libertad de expresión, el derecho a disentir. La tolerancia y el respeto que aprendimos en las aulas universitarias, los valores que acoge esa Carta Magna, son más necesarios que nunca. No dejemos que los radicalismos se impongan. Y no nos quedemos callados ante espectáculos protagonizados por quienes han normalizado la corrupción, abrazan a imputados y aplauden a quienes se han enriquecido vilmente a costa de aquellos a quienes debieron servir. Estamos obligados a mantener el legado de la Constitución y a no resignarnos ante un líder al que unos cuantos abducidos idolatran cual estrella del rock. Hay valores sagrados que han marcado nuestra convivencia y que han de prevalecer ante cualquier atentado cotidiano revestido de legalidad. Dejemos claro que, cuando alguien esquilma nuestro país y pisotea nuestros derechos, tenemos las urnas para alzar la voz. Y la democracia es sagrada.