No es el primer oro olímpico que llega hasta Castilla-La Mancha, pero sí uno de los más deseados. Al triatleta de Guadalajara Dani Molina la espera le ha durado veinte años que, a diferencia del tango de Gardel, han sido muchísimo, no tanto por el tiempo transcurrido sino por los éxitos cosechados durante ese período. La gloria conseguida en las Paralimpiadas de París es la guinda a un palmarés que incluye cinco campeonatos del mundo en la prueba de triatlón y seis de Europa. Y no tiene más medallas olímpicas porque la disciplina en la que compite no fue incluida ni en Río 2016 ni en Tokio 2020. Se llegó a plantear incluso pelear por los metales con deportistas con menos discapacidad que él. «Toda mi vida compitiendo para ganar una medalla de oro en los Juegos Paralímpicos. Dije que iba a ganar y así ha sido. No es prepotencia. Ya sabía que iba a ser campeón paralímpico. Venía en el mejor estado de forma de toda mi vida». Es la confianza que te da el trabajo bien hecho; el esfuerzo sin límites y la calculada tenacidad para no desfallecer jamás hasta conseguir el objetivo.
La primera vez que representó a España en unos Juegos Paralímpicos fue en Atenas 2004, por eso lo de los veinte años de espera. En aquella ocasión, la experiencia deportiva no fue buena. Un maldito virus le mantuvo los días previos con fiebre y el día de la prueba -100 metros espalda- no tuvo el rendimiento que había demostrado en las series clasificatorias. Con el paso de los años decidió incorporar la carrera y el ciclismo hasta convertirse en el gran referente del paratriatlón en España.
En medio de cientos de historias de superación que estos días han brillado en París, la suya me pilla de cerca. Conozco a Dani desde que llevaba el Rasta, un bar de copas situado en la travesía Santo Domingo de Guadalajara y que se convirtió en uno de los locales más alternativos de la ciudad a finales de los años 90. Un día de mayo de 1997 a Dani Molina la vida le cambió para siempre. Tenía 22 años. Un coche se saltó un ceda el paso al salir de una gasolinera de Guadalajara y arrolló a Dani, que circulaba con su moto. Tras varios días en la UVI del Hospital Ramón y Cajal, los médicos decidieron que había que amputar la pierna. Estaba vivo de milagro y la vida le regalaba una segunda oportunidad. Por aquel entonces no andaba muy centrado y el accidente le recondujo por el buen camino. Pesaba casi 100 kilos, una barbaridad para un joven que antes de desatender su cuerpo había practicado natación, tenis, atletismo, windsurf, esquí y todo lo que se le ponía por delante. Buscó refugio en el deporte y después de su estreno paralímpico en Atenas, en 2011, a la natación le añadió la carrera y la bicicleta. Primero se hizo una prótesis para montar en bici y luego consiguió otra para correr.
Los eternos días de la pandemia encerrados por imposición en nuestras casas muchos los pasamos con la mirada puesta en una terraza en la que Dani corría y montaba en bici estática. Si se llega a prolongar mucho más el tiempo del encierro, estoy convencido de que se las habría ingeniado para habilitar un espacio, por pequeño que fuera, para poder nadar. El palmarés y la historia de Dani Molina confirman que con una discapacidad se puede llevar una vida plena. "Nada es imposible, todo está en tu mente".