La imagen de Donald Trump y Volodímir Zelenski sentados frente a frente en la basílica de San Pedro el pasado sábado, bajo el eco solemne de un funeral papal, tiene la carga simbólica de una pintura renacentista: dos líderes, rodeados de muerte y luto, tratando de arrancarle a la guerra un hilo de esperanza. Sin embargo, más allá de las fotografías y de las buenas intenciones que se proclamaron en redes sociales, la cruda realidad sigue mostrándose tozuda: la guerra en Ucrania continúa desangrando Europa del Este, y las posiciones de las partes involucradas parecen aún lejos de una convergencia real.
Trump, que durante semanas había suavizado su retórica hacia el Kremlin -pasando por alto matanzas de civiles que escandalizaron a la comunidad internacional-, volvió a amenazar a Rusia con sanciones económicas tras el enésimo ataque contra zonas civiles en Kiev. El brusco cambio de tono refleja más una reacción emocional ante imágenes de horror que una estrategia coherente de política exterior.
Mientras, Putin, consciente de las divisiones internas en Occidente y del cansancio internacional ante un conflicto prolongado, tiende una mano para negociar sin detener el fuego, una táctica clásica de desgaste.
La posición de Zelenski, en este contexto, es delicada. Kiev ha aceptado discutir un cese de hostilidades antes de abordar la cuestión territorial, mostrando flexibilidad, pero se mantiene firme en el rechazo a ceder Crimea, una línea roja que refleja tanto razones históricas como el pulso político interno ucraniano. El plan de paz impulsado por Estados Unidos, que incluía concesiones sobre Crimea, es percibido en Ucrania como una peligrosa claudicación.
La reunión en el Vaticano ofreció, al menos, un espacio de dignidad, respeto mutuo y un leve respiro en medio del estruendo de los misiles. Pero el simbolismo, aunque necesario, no sustituye la necesidad de una arquitectura diplomática sólida.
Para que esta cita pueda pasar a la historia como un punto de inflexión, hará falta mucho más que palabras: serán necesarias decisiones difíciles, concesiones dolorosas, y una voluntad real de las grandes potencias de anteponer la vida humana a sus cálculos geopolíticos.
La paz no nacerá solamente del dolor ni de las imágenes solemnes. Nacerá, si acaso, de la valentía política de quienes se atrevan a construirla con hechos, no solo con gestos. Y todo esto con la esperanza puesta en que no haya sido otro capítulo más del show de Trump y que en unos días vuelva a cambiar de opinión.