En tiempos en los que criticamos a los políticos, motivos nos dan, sufrimos continuas decepciones por parte de las instituciones y deambulamos sumidos en la incertidumbre y el escepticismo, no hablamos lo suficiente de esas entidades que invaden nuestra existencia, nos someten a abusos constantes y nos convierten en presas de sus caprichos: me refiero a los bancos. Y a las cajas, claro.
Sí, queridos lectores, una puede optar por no formar parte de un partido o de una asociación, ¿pero hay alguien que no disponga de una cuenta bancaria? Es obligatorio para pagar recibos, para cobrar una nómina o para cualquier operación financiera. Ahí están las entidades, con sus garras afiladas, cobrando comisiones desproporcionadas, adornadas con sonrisas de sus gerifaltes cuando anuncian sus millonarias ganancias, aunque a nosotros, sus clientes, no nos haga ni pizca de gracia.
Antes regalaban cuberterías, vajillas o enciclopedias, ¿lo recuerdan? Y trataban a cada persona con respeto, cortesía e, incluso, con cariño. El trabajador del banco te orientaba, te asesoraba cuando tenías alguna duda y te daba el dinero de la paga, sobre todo a los jubilados, en los billetes que cada uno requería. Lo de ir a la oficina era una especie de rito que nuestros padres repetían cada mes, porque se sentían bien tratados al depositar su confianza en una determinada entidad, donde solían ser atendidos por el mismo empleado que conocía sus necesidades y hasta los altibajos de su salud.
Eso ha cambiado mucho. Tanto, que el cliente ahora molesta. Cierto es que hay menos personal en las oficinas, que se han cerrado muchas y que la banca electrónica juega un papel esencial. Pero esa política rácana de los bancos y cajas no ha venido acompañada de soluciones para reparar las carencias de unos clientes que se han visto arrasados por una tecnología que no comprenden, mientras una gran parte de trabajadores no está dispuesta a guiarles para salvar esas trabas que les generan zozobra.
Ahora en los bancos el cliente no tiene la razón. Eso pasó a la historia. Salvo honrosas excepciones, he observado que los empleados te tratan incluso con impertinencia si te interesas por alguna cuestión que, a su juicio, deberías conocer. Porque ellos no están ahí para servirte, sino más bien al contrario. Se han convertido en señoritos que dispensan un trato humillante a sus clientes. Y qué decir de los fraudes, derivados de la desidia de gigantes financieros, que no toman las suficientes medidas de seguridad informática, mientras achacan a las víctimas la responsabilidad por facilitar una serie de detalles a un teléfono que, en teoría, corresponde al propio banco. Si les ocurre esto, denuncien. Y también pongan una reclamación cuando esos trabajadores, que actúan cual integrantes de una secta, osen recriminarles y les falten al respeto, creyendo que van a heredar la entidad. Ilusos. Y si algunos de quienes ocupan la sede más fastuosa de Toledo se sienten aludidos, que no lo duden: va por ellos.