Luis Miguel Romo Castañeda

Tribuna de opinión

Luis Miguel Romo Castañeda


OnlyFans, el after de una civilización con resaca moral

21/01/2025

Si usted es un joven ahogado entre likes y followers, un padre que observa cómo se comercializa con la intimidad de su hijo en redes, un profesor que ve a sus alumnos obsesionados con «ser vistos», o simplemente alguien harto de tanta chorrada disfrazada de progreso, no verá en OnlyFans simplemente una red social. Verá el after de una civilización que, pasada de copas por entregarse a los desmanes del posmodernismo y su relativismo moral, ha transformado lo sagrado en espectáculo. Si no sabe de qué hablo, le resumo: OnlyFans es una plataforma donde puedes subir contenido (spoiler: normalmente subidito de tono) a cambio de que unos seguidores paguen una cuota mensual. Vamos, un lugar cada vez más parecido a club privado de gabardinistas exhibicionistas con necesidad de mostrarnos sus zonas más íntimas para captar atención, carteras, y, dicho sea de paso, legitimar la profesión más vieja del mundo. 
Según Statista (2024), más del 63 % de sus usuarios tienen entre 18 y 24 años, y un estudio reciente de la Pontificia Comillas revela que un 42 % de ellos ve prostituirse como opción laboral. Wow. Tanta titulitis, tanto C1 de inglés y tanto coaching emocional para que acabemos vendiendo nuestras bragas como si fueran reliquias medievales. Ahí tenemos a Cecilia Sopeña, profesora de 25 años, que declaró públicamente haber cambiado la pizarra por las sábanas de OnlyFans para ganar en un mes lo que en un año como docente. Wonderful. Hay que reconocer que con el posmodernismo se consiguen milagros verdaderamente alucinantes, pues son capaces de conferir a la generación «mejor preparada de la historia» el honor de ser también la del «me desnudo, luego existo, y también facturo». Imagino que en esto consistía la filosofía del «empoderamiento» y las soflamas 2030, en llevarnos a un mercadillo donde la autoestima se cotice por clic y la dignidad tenga precio de saldo. Claro que, en una era donde hasta las víctimas de una DANA han llegado a ser monetizadas, ¿qué nos hace pensar que nuestra intimidad sería la excepción?
Lo gracioso es que esto no es nuevo. En Roma, los espectáculos eran el opio del pueblo, diseñados para distraer al populacho con entretenimiento vacío mientras las élites consolidaban su poder. Cuando dejaron de celebrarse, no fue porque la sociedad recuperara el juicio, sino porque ya no había pan que repartir ni excusas que sostener. No fueron el fin del Imperio, pero dejaron clara una verdad: cuando la cultura degenera en espectáculo, las civilizaciones están más cerca de arder que de avanzar. Hoy nuestro Coliseo no es de mármol, sino de píxeles. Los gladiadores ya no empuñan espadas ni alzan escudos; ahora sostienen smartphones y se iluminan con aros de luz. No luchan por la vida, sino por suscriptores, likes y visualizaciones. El emperador ya no decide con un gesto quién vive o muere; ahora es el algoritmo quien dicta si existes o eres condenado al olvido. El espectáculo sigue siendo el mismo, solo ha cambiado el precio de la entrada. Entonces costaba sangre; ahora, dignidad.  Antes el premio era la vida; hoy, lo es la validación externa.  Hemos hecho que la cultura ya no cultive, sino entretenga. Y claro, el resultado es un Occidente que ha abandonado la razón para abrazar la vacuidad. Y aun así nos escandalizamos cuando una revista líder como Psychology Today dice que plataformas como esta son fábricas de ansiedad, trastornos físicos y autoestima aplastada, y cuando estudios como el de la psicóloga Jean Twenge alertan sobre el aumento de un narcisismo vulnerable entre los jóvenes debido al uso excesivo de redes sociales.
Bajo este paraguas, el único margen que nos queda a los jóvenes es cultivarnos. No para salvar una civilización que se desmorona, sino para, al menos, resistir. Resistir como el joven romano que, desde la ventana de su biblioteca, contempló sereno pero vencido, cómo los bárbaros incendiaban su ciudad. Resistir para conservar algo de lo bueno tras el colapso. Algo que no puede conseguirse sin revivir la educación humanista, la filosofía, la historia, la arqueología y todo eso que para nuestros señores ministros de educación suena aburrido, pero que nos enseña a ser aquello para lo que fuimos concebidos: sapiens. Porque serían hoy los cínicos quienes nos dirían que la verdadera libertad no es la aprobación pública, sino vivir según nuestra naturaleza. Porque serían hoy los estoicos quienes nos dirían que la paz interior vale más que la fama. Porque serían hoy los epicúreos quienes nos explicarían que los placeres rápidos -followers, likes y suscripciones- son como beber agua salada: parece que llenan, pero en realidad solo nos dejan con más sed. Y Platón, siempre intenso, sería quien nos diría que hoy las sombras de la caverna están en nuestras pantallas, y que OnlyFans es el último nivel de esa ilusión: creer que vender nuestra intimidad es libertad, cuando solo nos esclaviza más. 
Quienes hemos crecido con Pérez-Reverte sabemos que cuando una sociedad empieza a vender su cuerpo, es porque ya no tiene nada más que vender. Que cuando las virtudes caen, lo siguiente en caer es la ropa. Y que cuando esto sucede, la caída es inevitable. Esta plataforma no es una moda, no es el filtro del perrito de Instagram. Es un aviso. Un indicio que resuena a Roma. A sus últimos días. A la noche previa al saqueo. La diferencia es que tuvimos la suerte de que los visigodos al menos construyeron comunidad, trascendencia y aspiración eterna en Vega Baja de Toledo. 
Y ahí está Cecilia, nuestra gladiadora posmoderna, que abandonó la enseñanza -la más honrada de las armas- para entrar en un Coliseo algorítmico y jugarse su humanidad en cada suscripción. Con ella, ponemos epílogo a un Occidente que excavó en lo más íntimo para monetizarlo. Dentro de unos siglos, cuando las luces de nuestra civilización se apaguen, los arqueólogos no encontrarán estatuas de mármol ni mosaicos resplandecientes. Encontrarán servidores corroídos, y OnlyFans será recordado como el yacimiento de nuestra vanidad: el lugar donde sacrificamos nuestra dignidad por un puñado de aplausos digitales mientras Roma volvía a arder. Lo mejor es que, aun con esas, quizá queden nuevos jóvenes romanos capaces de resistir mientras el mundo colapsa. No reconstruirán nada, nuestro tiempo habrá terminado. Pero su dignidad será el último rastro de lo que fuimos y perdimos, y en sus manos quedará lo poco que merece ser salvado para que unos nuevos visigodos puedan levantar algo nuevo sobre nuestras cenizas. Algo que devuelva la humanidad que perdimos por vendernos al mejor postor. 

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