Hace tiempo esperaba el verano con la ilusión de quien recibe un generoso regalo que le invita a disfrutar de esas horas, perezosas y eternas, de las vacaciones. Ahora no. Reconozco que este calor toledano me sume en el tedio y la desgana, junto a una preocupante inquina hacia algunos de mis semejantes, a quienes intento esquivar, aunque parecen multiplicarse. A mi pesar.
El mundo se ha vuelto hostil. Y los que peinamos canas es inevitable que, ante los rigores del estío, echemos la vista atrás para acordarnos con una sonrisa, ¿hay algo más bonito?, de aquellos veranos de la infancia, cuando nos montábamos niños, adultos y la abuela, en un simca y recorríamos en ocho o diez horas, parando a menudo ante los incesables mareos de unos y otros, los 400 kilómetros que siempre nos han separado de Alicante. Nuestra recompensa era contemplar, embobados, la inmensidad del mar, zambullirnos en el agua hasta arrugarnos, con la piel cuarteada, cubierta de sal. Y embadurnados de arena para después, tras la refrescante ducha, lucir un bronceado rojo intenso, reflejo de los efectos de ese sol mediterráneo que acechaba, sin compasión, a quienes veníamos del interior. Sinceramente, esto es pura nostalgia, porque ahora mismo sería incapaz de vivir esas experiencias sin espanto. Escalofríos o sofocos, mejor, siento al narrarlas. En esto debe consistir madurar.
Por aquel entonces, en esa añorada infancia, los veraneantes éramos recibidos con los brazos abiertos. Ahora no. Las circunstancias han ido cambiando hasta desembocar en un sinsentido. Confieso que yo siempre viajo con alegría, y lo seguiré haciendo, con afán de conocer, descubrir y patear esas callejuelas que se esconden de los tradicionales circuitos turísticos. Turismo. Esa palabra maldita, que nos obliga temer que los nativos de una determinada ciudad, cual tribu primitiva, expongan sus reivindicaciones mandándonos a casa. Eso sí, siempre en inglés, que es más glamouroso.
No hay ciudad que se precie, incluida Toledo, que no haga gala de una "turismofobia" exacerbada, tal vez olvidando que ese 'antipático' sector da de comer a muchas familias. O pasando por alto que el dinero público no es infinito y hay personas que han de extremar su talento para salir adelante sin contar con papá Estado. Supongo que habrán de habilitarse fórmulas para que los vecinos vivan cómodos sin que nadie les moleste. Es un reto de esta sociedad del siglo XXI, radicalizada y mediocre, alejada de valores como el respeto, la tolerancia o el sentido de la responsabilidad.
Como no quiero caer en el pesimismo existencial, en esta última columna de la temporada quiero transmitirles mis mejores deseos para este agosto que se avecina. A unos nos da por movernos, ávidos por acumular experiencias y conocer otros paisajes, otras gentes, otras costumbres. Y aprender de quienes son diferentes. Mientras, otros disfrutan estos días de la paz del hogar. En calma, que, al fin y al cabo, es uno de nuestros pequeños privilegios. Cada cual que elija el suyo. Feliz verano, queridos lectores. Me la vuelvo a jugar en septiembre.