Talavera y sus Antiguas Tierras tienen unas raíces identitarias profundamente ligadas al mundo agrario y ganadero. De camino a la comarca de la Jara encontramos, como un espejismo, en los paisajes de vega y raña, majestuosas damas blancas de cal. Son las casas de labranza que surgieron hace aproximadamente un siglo, en un momento clave para el futuro de esta comarca, como consecuencia de los procesos de desamortización de las tierras y bienes eclesiásticos del siglo XIX, que dieron lugar a profundos cambios socioeconómicos. Este es el caso de la antigua Dehesa de Castellanos, tierra de 4.800 fanegas de excelente labor ubicada en los términos municipales de Belvís, Las Herencias y Alcaudete de la Jara, que perteneció al Monasterio de Santa Catalina, a la poderosa Orden de los Jerónimos de Talavera.
El origen de las casas de labranza está en la lucha de los colonos (gentes que llevaron la labor durante generaciones en régimen de alquiler) por conseguir el acceso a la propiedad y convertirse de esta forma en labradores (propietarios de la tierra que labraban). En 1821 se reunieron los alcaldes y colonos de estos pueblos, para elevar al Congreso la petición de que estas tierras del clero nacionalizadas salieran a subasta en pequeños lotes, para así poder acceder a su compra, pero esto nunca sucedió. La Dehesa de Castellanos se dividió en grandes quintos (aproximadamente de 500 fanegas) que dieron lugar a las fincas de Aguilera, El Viñazo, Las Golillejas, El Torno, Cascajoso, Las Monjas y La Torre. En aquellos momentos los campesinos colonos no tenían acceso a crédito, por lo que estas fincas fueron compradas principalmente por personas que ocupaban cargos o eran cercanas a la Administración (como la familia Mansi), cuyo nivel cultural y conocimiento de los procesos legales además les facilitaba llegar al remate en el complicado mundo de la subasta. A partir del año 1928, casi un siglo después del inicio de las desamortizaciones, la siguiente generación de colonos tuvo acceso a crédito, y tras endeudarse de forma considerable, pudieron comprar estas fincas por un valor mucho más elevado que por el que fueron subastadas inicialmente.
La mayoría de casas de labranza se construyen, modifican o amplían en este contexto con aires de cambio, fruto del optimismo de la época, y del surgimiento de una nueva clase social de propietarios que se erige como la élite económica de la zona. Sin embargo, lo que parecía un importante logro, se vio totalmente truncado por la inestabilidad social y política, y como consecuencia, el estallido de la revolución agraria en el verano de 1936. La mayoría de estos nuevos propietarios fueron asesinados de forma cruenta en el cercano Puente de Silos, las labranzas se utilizaron como casas cuartel durante la Guerra Civil y las tierras quedaron totalmente devastadas. La devolución de los créditos fue un proceso lento y penoso, que condujo a la ruina a algunas familias. A pesar de este trágico comienzo, las labranzas todavía siguen en pie, y esto se debe en gran medida a un diseño arquitectónico concienzudo, al trabajo de mucha gente y a los valores de austeridad que forman parte de su filosofía de subsistencia.
La labranza se crea como célula de producción agraria, pero termina convirtiéndose en un espacio vivido por una comunidad con una cultura singular. Lo primero que podemos apreciar es la eficiencia de su arquitectura, heredera de las antiguas villas romanas. Se construye con materiales del entorno y dando siempre prioridad a la funcionalidad y a la adaptación al clima, por encima de la estética. Las paredes son de tapial y los tejados a dos aguas se levantan con maderas traídas desde la Sierra de Gredos y entrevigado de cañizo o tabla ripia.
Las eras empredadas con canto rodao del río facilitan la trilla y el acceso de los carros a la casa. Uno o dos patios cuadrados articulan todas las estancias destinadas a almacén y vivienda de personas y animales. Todo se jalbiega con cal blanca para su limpieza y desinfección. El patio es el alma de la labranza, junto con la enramada, y a él se accede por un gran portón, que al atardecer se cierra para mayor seguridad.
Alrededor de este patio se distribuyen los graneros, los pajares, las cuadras y las dependencias donde habitan las distintas familias que trabajan en la labranza, puesto que las dificultades de desplazamiento hacen imposible regresar al pueblo todos los días tras la jornada laboral. En lugar un poco más reservado se ubican las casas del dueño y del guarda.
De una u otra forma, la mayor parte del día se dedica a trabajar de sol a sol. Las mujeres se encargan de cocinar, del arreglo de la casa y del cuidado de los hijos. También colaboran en trabajos estacionales mal remunerados, como la recogida de suelos. Mención aparte merece la ernandilla, mujer encargada de preparar y llevar la comida diariamente en burro hasta el lugar donde se estaba trabajando.
A parte de la organización del trabajo, los medios de producción y la arquitectura, encontramos otros elementos culturales propios, como la cocina de labranza y las artesanías elaboradas a partir de mimbre, enea, cuerda y pieles de animales. La gastronomía se fundamenta en la legumbre, las hortalizas de temporada y algo de carne procedente de la matanza y de la caza menor. También son excelentes los quesos de oveja y cabra. Se crían gallinas y en las labranzas cercanas a los ríos suele haber un palomar que proporciona carne de pichón. Todo esto se complementa con la recolección de espárragos, cardillos, setas y lo que el campo provea. Se hacen embutidos y conservas como el pisto o las mermeladas. El plato principal y más representativo es el cocido a la paja.
Las labranzas de La Jara, hoy solitarias y apagadas, fueron levantadas con orgullo y con una intención de perdurabilidad, aplicando el conocimiento y los saberes de muchas generaciones de colonos que conocían bien estas tierras y dejaron en ellas su impronta. Lejos de una visión idílica, es necesario ser conscientes de los problemas asociados al analfabetismo, la falta de asistencia sanitaria y la dureza de los trabajos que también acompañaban a esta forma de vida, pero a pesar de todo, no se entiende la historia de esta comarca sin sus labranzas, una historia cotidiana que es necesario rescatar y poner en valor, porque de ella podemos aprender mucho.
La casa de labranza como arquitectura popular y como representación de una comunidad humana singular, forma parte de nuestro patrimonio cultural, y está dormida en lo más profundo de nuestra identidad territorial esperando a ser despertada.