Por contraste con el buen tiempo y los signos de fiesta que en algunas calles del centro de Madrid anunciaban la conmemoración del décimo aniversario de la entronización de Felipe VI, el tono de la sesión de control al Gobierno en el Congreso de los Diputados fue como recibir un jarro de agua fría.
La reyerta eterna. La perenne instalación en la negación del otro. Sonaba a sarcasmo una proclama del presidente del Gobierno anunciando medidas de "regeneración democrática" un día después de las contorsiones realizadas por el fiscal general del Estado para imponer un criterio según el cual la ley de Amnistía también borra los delitos de malversación. Era lo que había pactado Pedro Sánchez con los separatistas catalanes sentenciados por su participación en el golpe del "procés". ¿"La Fiscalía de quién depende? Pues eso...".
El mismo día en el que quedaba constancia de la penosa servidumbre de la Fiscalía a las conveniencias políticas de Pedro Sánchez, los medios, al evocar los momentos más relevantes del reinado de Felipe VI, recordaban el discurso crucial que en función de la responsabilidad que le confiere la Constitución "como Jefe del Estado símbolo de su unidad y permanencia" (Art.56) pronunció el 3 de octubre de 2017 saliendo al paso del intento del golpe que ahora la ley de Amnistía ha venido a borrar como sí nunca se hubiera producido.
La intervención del Rey y la impecable actuación del Tribunal Supremo fueron decisivas para restaurar la normalidad democrática. El rey cumplió aquél día con su obligación constitucional y volvió a cumplir con ella hace una semana firmando la polémica ley de Amnistía. A lo largo de estos diez años Felipe VI ha sabido en todo momento estar en su sitio cumpliendo escrupulosamente con las funciones que le atribuyen la Constitución y las leyes. Es un buen rey. Otros han sido quienes en estos últimos años no han sabido estar a la altura del reto y el honor que supone gobernar España.