Felipe González modernizó España, consiguió una mayoría absoluta con 202 diputados el 28 de octubre de 1982, logró hacer efectiva la incorporación de España a la Comunidad Económica Europea (ahora Unión Europea) y colaboró de manera decidida y entusiasta a la convivencia y consolidación de las libertades en España. Y, lo que es más importante: no aceptó ningún pacto contra natura, después de haber perdido por apenas 300.000 votos las elecciones de 1996.
Aunque sólo fuera por todo esto, Felipe se merece un respeto. Un reconocimiento mayoritario. Sin que ello impida, por supuesto, denunciar los casos de corrupción política en su última etapa o los atajos dados para intentar acabar con ETA con sus mismas armas.
La obra más importante en los gobiernos de Zapatero, además de la ampliación de los derechos sociales, fue alimentar el enfrentamiento entre españoles y los sueños de independencia del nacionalismo catalán. A su confusión sobre el concepto de nación, le añadió un buenismo absurdo, en el que se incluía la posibilidad de dar a Cataluña todo aquello que demandara. Con Zapatero en el gobierno se inició un viaje, probablemente sin retorno, a la confrontación territorial y a la ruptura de la solidaridad entre regiones. Con él en el Gobierno, se aprobó el 'Pacto del Tinell', un cordón sanitario que imponía el veto a cualquier pacto y acuerdo con el Partido Popular.
Es lógico, por tanto, que Zapatero no quiera debatir con Felipe González, poniendo como excusa el respeto debido a Sánchez y el daño que pueden ocasionar estas polémicas entre dos expresidentes a los compañeros de partido. Prefiere asumir el papel de palmero de Sánchez y no tener que defenderlo ante las críticas que con toda seguridad recibiría del primer presidente socialista de la democracia.
Para Zapatero no hay nada que debatir. Con Sánchez ha recuperado la ilusión y se siente agradecido. Merece, por tanto, el presidente su respeto – faltaría más -, como lo merecen las dictaduras latinoamericanas de Venezuela y Cuba. El problema aquí, y en eso también coincide con Sánchez, es la extrema derecha, en la que se mete ya a toda la oposición. Una cosa es apoyar a Maduro y ver con buenos ojos la llegada de los populismos de izquierdas a los países de habla hispana, y otra muy distinta cuestionar la actuación despótica y excluyente del tercer presidente socialista de nuestra historia reciente.
Zapatero, en su deriva ideológica, prefiere simpatizar con las dictaduras del otro lado del Océano a tener que escuchar las opiniones críticas de Felipe sobre temas tan importantes como la igualdad o la solidaridad, señas de identidad del PSOE. A Zapatero, tan amigo de los eslóganes, le resultaría bastante difícil esgrimir argumentos a favor de la «financiación singular» que demanda Cataluña. Tampoco sabría qué responder a la autocomplacencia de mantener el poder con los votos de quienes están en contra de la Constitución y de nuestro actual sistema de monarquía parlamentaria.
A Zapatero no le interesa el intercambio de opiniones con Felipe González, y menos teniendo de moderador a Carlos Alsina, autor de la propuesta - porque quedaría en evidencia la endeblez de sus argumentos en defensa de la actual política del Partido Socialista y porque ese intercambio de pareceres con el «compañero Felipe» no le haría ningún favor a su amigo Sánchez.
Prefiere la propaganda, mirar para otro lado, antes que medirse a Felipe en un debate.