Son las 13 horas del viernes y me dispongo a dar el alta a don Antonio, un señor mayor afable de ochenta y tres años, independiente para las actividades de la vida diaria y, hasta su ingreso, con buena calidad de vida. Tan sólo tiene dolor en las rodillas, pero es que, curiosamente, tienen la misma edad que él y el tiempo no perdona. Por lo demás, es un hombre risueño y parece feliz.
Estoy contenta de darle los papeles del alta, como dice mi querido Antonio. Y digo querido, porque terminas queriendo y apreciando a los enfermos en esa relación asimétrica de médico-paciente, en la que soy consciente que disfruto de una clara ventaja, ya que son ellos los que depositan lo más valioso que tienen, que es su salud.
En este caso, todo ha ido bien: Antonio ha pasado nueve días en la UCI, tras una caída en la bañera de su casa. De esta hospitalización no tiene secuelas, excepto un pequeño moratón en el ojo, más dolor en las rodillas y el susto en el cuerpo.
Pero qué sorpresa cuando le suelto eso de '¡Enhorabuena!, ya se va usted a casa' y me responde con una mirada triste, cuando me tiene acostumbrada a esos ojillos chispeantes cada vez que aparezco por la puerta de su habitación. Hoy no me cuenta chascarrillos y noto que algo le preocupa. De repente, susurra en voz baja que su vida se ha acabado, soltando un suspiro y mirando al suelo.
No entiendo nada, pero cuando se suelta a hablar comprendo su preocupación. Su hija le ha dicho que cuando reciba el alta se irá a vivir con ella, a un chalet amplio a las afueras de Toledo con todas las comodidades y acompañado de su familia. Le ha explicado que no puede vivir solo y que su casa no está preparada para una persona de su edad, además de que es un tercero sin ascensor y sus rodillas no aguantan tanto trote. Comprendo a su hija, yo haría lo mismo en sus circunstancias, pero también entiendo a Antonio, porque en estos días de confidencias me ha contado su vida a grandes rasgos.
Desde que se quedó viudo hace cinco años, su vida consiste en salir a pasear por Santa Teresa, su barrio, y jugar una partida a las cartas con los únicos tres amigos que le quedan de la juventud. También compra el pan y otras cosillas en una tienda local de la zona. Me dice con cierto brillo en los ojos que allí le aprecian y todos los días habla un ratito con el dueño, que es el nieto de un amigo que ya partió hace años, manteniendo una relación intergeneracional cargada de cariño.
Le escucho atentamente, pero cuando acaba tan sólo puedo decirle que le entiendo pero que solo soy médico y sólo sé de salud y enfermedades y no le puedo ayudar en otros aspectos. Yo pensaba que le estaba aportando todo lo necesario para que volviera a su vida habitual, cuando realmente le faltaba lo más importante: la calidad de vida. Y ésta es muy relativa, personal e intransferible.
Su calidad de vida es poder volver a su ambiente, echar la partida con sus amigos aunque pierda, poder hablar con ellos de preocupaciones e ilusiones propias de su edad, volver a comprar en la tienda de la esquina de su casa para contar historias de hace 40 años y caminar despacito por Palomarejos y Santa Teresa. A veces, la felicidad no va más allá de estas pequeñas cosas. Me dejó pensando que la vida de Antonio necesitaba más que un ajuste de medicación y no sólo no tener secuelas físicas invalidantes.
Necesitaba soluciones sociales y entonces empecé a soñar en un modelo ideal de vida para él, viviendas o apartamentos sin barreras arquitectónicas en su mismo barrio, sin bañeras pero con duchas con asientos. Soñé con una vivienda sin escaleras que ya no puede subir. Soñé con poder mantener sus relaciones personales con los pocos amigos que le quedan e incluso soñé con poder ampliar su red social con más personas en su misma situación. Soñé con un modelo de vida de persona mayor no dependiente pero que necesita algunos cuidados especiales.
Por eso, creo que poder gestionar este tipo de mejoras es muy importante. Y eso me motivó a querer formar parte de esta agrupación de electores Primero Toledo, cuyo objetivo y deseo es poder servir a los que son más vulnerables desde el conocimiento de sus necesidades en nuestro trabajo del día a día. A Antonio le veré en consulta y compartiré no sólo mi sueño sino también el suyo, nuestro sueño. Espero que pueda volver a ver ese rayo de luz que ahora se ha apagado.
Por cierto, Antonio no se llama así, pero no importa porque su historia es real y es la de muchos de nuestros mayores.
Por eso es necesaria más gestión y menos política.