Hay un punto en el que Dios se pasa, en el que se excede en la petición que nos hace. Pasa del «cuidar a los demás» a «amar al enemigo». Pasa del «te doy un compañero» al «te doy un marido al que amarás durante toda tu vida» (toda-tu-vida). Pasa del «sed buenos» al «sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto». Vamos a ver, yo no puedo ser perfecta como el Padre celestial es perfecto. Yo no puedo amar a quien no me quiere porque ya me cuesta vencer mi egoísmo y amar a quien me ama.
Hay una parte de bondad innata en el hombre que se refleja en todas las culturas de una manera u otra. Hay quien opina que el Evangelio no tiene originalidad ya que anteriormente, otras culturas, otras religiones habían predicado el cuidado a otras personas y mensajes de paz y bien. Confucio quinientos años antes ya planteó dos pilares básicos para el comportamiento humano: una cierta compasión que induce a socorrer a quien lo necesita y un respeto por los bienes ajenos y la posición social de los otros.
Pero es que Jesús va más allá. Esto no trata de solidaridad, ni de compartir un poquito solo, ni de cuidar siquiera (que ya es mucho y es importante); esto trata de amar hasta dejarse la piel. Trata de amar en cada minuto, en cada gesto, a cada persona, con amor perfecto, con amor real, con amor del que exige sacrificio y negación de uno mismo, con amor del que duele, con amor del que da la vida a otros.
Mi corazón no da para tanto. Ni mucho menos. Un listón muy alto, ¿no? Dios debería entender que hasta ahí no puedo llegar y no pedirlo, ni insinuarlo, vamos. Puede llegar a desanimar algo así: ¡qué sueño más bonito y qué pena que no pueda llevarlo a cabo!
¿Cómo seguir a un Dios que pide algo de ti que no puedes dar? Parece irracional pensado así. Y la lectura de hoy nos da la respuesta: es que Dios no te está pidiendo nada, te lo está entregando, te está haciendo una promesa de lo que tú serás si quieres. Dios no es tonto. Sabe lo que hay; y sabe lo que nos falta. Quiere darnos lo que nos falta para que en nosotros se dé ese sueño de un corazón infinito.
No te da un marido y te dice «ahora te las compones, pero para ti solita» sino que te dice «te regalo un amor para siempre, alguien a quien serás capaz de querer contra viento y marea, porque te doy a él y te doy la Gracia, la fuerza y el amor para que lo hagas realidad todos los días de tu vida». No te da a un compañero: te promete realizar en él y en ti el amor incondicional, fiel y eterno.
No te exige que quieras a quien te está haciendo daño o, si no, no querrá saber de ti. Todo lo contrario. Te está diciendo: «te voy a hacer capaz de quererlo, de que el rencor no te dañe, de que el corazón no se te endurezca y de que él, recibiendo tu amor, sea capaz de responder a él amando». Porque quien no ha sido amado no puede amar; por eso únicamente el amor es capaz de engendrar amor. Y eso es lo que te promete: no te pide nada; te regala un corazón grande, tierno y fuerte.
No te recrimina que no seas perfecto: te avisa de que puedes llegar a serlo, de que Él puede hacerte perfecto. Porque Dios te soñó perfecto, te creó a Su imagen y semejanza. Y te puede hacer perfecto.
Resulta que Dios no pide imposibles: resulta que Él te ofrece hacer en ti realidad lo que para ti son imposibles. No está pidiendo: está ofreciendo.