Se puede entender que la política exterior ha de estar regida por el pragmatismo y la diplomacia, que obligan a veces a adoptar posiciones complejas y delicadas, o a expresar de forma sutil la posición del Estado. Pero lo que no cabe es justificar contradicciones flagrantes. Y eso es lo que está haciendo España últimamente en varios asuntos, y especialmente en el caso de Venezuela. El fraude electoral del pasado mes de julio es tan flagrante que resulta imposible reconocer de ninguna manera a Maduro, que se autoproclamó vencedor sin muestra alguna de las actas, y en contra de las que la oposición sí mostró. Pero tampoco se reconoce expresamente a Edmundo González. Lo peor es que, siguiendo aparentemente las pautas de actuación marcadas por Zapatero, que no puede ser mediador en cuanto una de las partas claramente le niega ese carácter, en territorio español (nuestra embajada en Caracas) se permitió que a este se le coaccionara para que abandonase el país. En España se le da asilo, el presidente incluso le recibe (sin mucho realce) pero no se le reconoce como legítimo presidente de Venezuela. No importa para ello que se ignore el mandato del Congreso. Se invoca el argumento de que habría que seguir un consenso europeo, pero más allá de que este criterio no se tuvo en cuenta en absoluto a la hora de reconocer a Palestina, ahora sucede que también se ignora el mandato aprobado por el Parlamento europeo respecto a Edmundo González.
No hay nada, o al menos nada confesable, que justifique esta incoherente e injustificable actitud. Se invocan razones pragmáticas e incluso el hecho de apoyar a nuestras empresas en Venezuela, pero más allá del hecho de que nada de esto importaba a la hora de romper relaciones con Argentina (con todo lo que tenga de criticable, el Gobierno argentino no tiene el problema de la ausencia total de legitimidad que tiene el de Venezuela), está la cuestión de que hay ciertos principios que nunca deberían abandonarse. No reconocer a Maduro pero mantener todas las relaciones con su Gobierno como si nada hubiera pasado es una incoherencia descomunal. Se invoca incluso el argumento de que hay que apoyar a la población de Venezuela, pero parece desconocerse que la mayor ayuda que se les podría dar ahora es contribuir a que no pueda perpetuarse en el poder ese dictador a quien el pueblo no ha elegido y que carece, por tanto, de toda legitimidad. España debería intentar mantener su posición de referencia y respeto en toda Iberoamérica, y eso no se consigue actuando con criterios meramente ideológicos o políticos, que llevan a no tolerar nada de los Gobiernos que se consideran lejanos, y pasar por alto todo con los que se consideran próximos, como (aunque parezca increíble) parece considerarse que sucede con el de Venezuela. De México quizá hablamos otro día.