La distancia es del color de las gafas de sol que llevo puestas. Depende del día, de la orilla, del humor, elijo. Gafas grises y azules, compradas de saldo en las tiendecillas del Chiado de Lisboa. ¿Te acuerdas? Aquel día vi a través de ellas un Tajo fulgurante, de esquirlas de plata y animales marinos, como trasatlánticos que escupían humo por las chimeneas y un oleaje de gentes que lo iban arrasando y engrasando todo. Gafas de color rojizo, unos dírhams en un puesto a la entrada del cementerio de judío de Fez. El viento arrastraba nubes y despejaban un sol que encalaba de un blanco aún más irreal las tumbas y los olivos. Me perdí. En el cementerio musulmán de Bab Guissa, al pie de los mausoleos de los benimerines, aún no tenía las gafas. La luz, cegadora.
Para cruzar la Mancha uso unas gafas verdosas, especiales para acometer tales desafueros, que te libran de los hechizos de una tierra tan abierta que se vierte por los extremos como la mar océana de los navegantes primitivos. Veo subir la luna, principiando la tarde, sobre los bloques de pisos de Moratalaz. Allí se concentra toda la poesía del mundo. Luna retadora. Con los cuernos hacia abajo como dos presentimientos. La veré caer de madrugada, sobre los quejigares de la Alcarria. Pero eso será mucho después.
Ahora entro en la Mancha. Antes hay que vencer el magnetismo del castillo de Almonacid. Como una mole en lo alto de su cerro. Vigilando, más que caminos, tiempos. Le saludo y le pido que se mantenga en pie un poco más, atalayando los desiertos del Algodor. O que se desmorone y se haga de nuevo tierra, como mejor le venga. Luego los olivares de Mora. La tierra bermeja. Las falanges de olivos trepando hasta el castillo de Peñas Negras, navío de línea de primera clase, con los palos y el trapo desguazados por olvidos más que siglos. Al fondo la tierra abierta, como aquellos cuentos de niños, en los que entrabas en una cueva y aparecía un mundo desconocido, con cielo limpio y horizontes inabarcables. La Mancha.
Paso por Tembleque y El Romeral Y paro a las tres o cuatro de la tarde un poco más allá de Lillo. Los calaminos cruzan la carretera como bolas amarillas llevadas por urgencias que no se paran a explicar. Tolvaneras como tornados de cercanías, domesticados y navegados por aguiluchos cenizos. Cosechadoras a lo lejos, siempre recuerdo aquella escena de Rayo McQueen... Me paro a contemplar los cuatro aerogeneradores que han clavado sobre el cerro de San Antón. Como cruces de un calvario purgando alguna culpa que desconozco. Al norte el arroyo de Martín Román hacia el Tajo. A mediodía el Riánsares intentando llegar al Gigüela, para luego, los dos aunando deseos, a lo que queda de Guadiana. Tierra incierta, como toda la Mancha. Las palas de los molinos giran altísimas y lentas sobre el cerro diminuto. Demasiada carga para él. Cuatro puñaladas sobre el paisaje y la distancia. Cuatro más. ¿A quién importa?
Pateo la tierra. Brotan piedras redondas y de un verde extraño y profundo. No llevo sombrero. Los zapatos llenos de polvo. Verde de vides y estelas de aviones como sogas que deben cruzar todo el mundo conocido. Y confío que la distancia siga siendo del color de las gafas de sol que llevo puestas.