El Real Jardín Botánico publica periódicamente noticias que siempre despiertan mi curiosidad, como la floración el viernes pasado del magnífico nenúfar gigante Victoria cruziana, endémico de los ríos Paraná y Paraguay. Una preciosa flor que el primer día, blanca y nocturna, desarrolla el aparato reproductor femenino y se prepara para recibir el polen que transportan los insectos polinizadores, a los que deja atrapados cuando se cierra al amanecer. Un día más tarde, es una flor rosada y masculina, pues ha formado los estambres con los que cubre de polen a los cautivos insectos. Estos, una vez liberados, fertilizarán a otras flores distintas, evitando así la autofecundación y la pérdida de variabilidad genética.
También, dada su condición de centro del CSIC para comprender y conservar la diversidad biológica, anunciaba la semana pasada que un grupo dirigido por sus investigadores había descubierto, nombrado y descrito una nueva especie. Un arbusto de la familia de las Euforbiáceas, Croton maranonensis, muy abundante en su hábitat natural en el valle del río Marañón en Perú. Aún me llamo más la atención que esta planta se hubiera recolectado hace más de un siglo y el comentario de una de las investigadoras de este estudio de biodiversidad que señalaba que muchas de las especies que aún nos son desconocidas duermen ignoradas por la ciencia en herbarios, mientras esperan a que alguien las estudie y, sobre todo, a que alguien les dé un nombre. Lo límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo, diría Ludwig Wittgenstein.
A cambio, como no mal consuelo, hay muchas especies y plantas que están dentro del límite de nuestro mundo desde hace tanto tiempo que han podido recibir muchos nombres y, a su vez, dar nombre a distintos sitios y parajes donde se le encontró utilidad. En esto pensaba, mientras reparaba en el vistoso dorado del berceo, meciéndose sobre la vegetación del campo que, aliviada por la llegada del otoño meteorológico, aguarda el equinoccio, liberándose de las hojas chamuscadas por el inmisericorde sol del estío.
Una planta herbácea perenne, Celtica gigantea, que cubre los suelos secos desnudos del interior peninsular gracias a su notable tolerancia a la sequía, con erguidos tallos tostados que, alcanzando los dos metros, elevan sobre el horizonte sus inflorescencias en panícula abierta. Allí donde prolifera el berceo, el terreno presenta grandes macollas elevadas, formadas por las vainas de las hojas viejas, que han dado lugar a muchos topónimos: El Bercial, Berceo, Bercero, El Bercial de Zapardiel_ que luce cinco berceos de sinople en su escudo heráldico-, Los Berceales, Peña Bercial, etc.
A esta planta se le conoce con distintos nombres vernáculos, según el lugar, banderillos, baraceo, barcea, barceo, barrón, bercebeo, bercebo, berceillo, bercero, berecebo, braciego, cerifuelle o albardina y se le ha dado usos desde antiguo. Alimento para el ganado, las raíces de dulce golosina cuando no hay otra cosa, de combustible para los pastores, de techo para chozos y cabañas, de materia prima para fabricar cepillos y cestos o para rellenar las colleras y los colchones.