Los de los 60 somos especiales. Ni mejores ni peores. Pero seguramente los que nacimos en esa década, seremos la última generación que jugó en la calle, sin más temor que el grito de la madre avisando de la cena, y que tuvo a bien gozar de un mundo donde la maldad sólo existía en esas películas que devorábamos en el cine de la Fábrica o en el Moderno.
Los de los 60 merendábamos pan con chocolate. Y las muelas no tenían caries, sino que 'estaban picadas'. Y nos ponían inyecciones cuando estábamos malos. En nuestra infancia, ir al Casco era subir a Toledo, donde se congregaban los vecinos paseando por la calle Ancha, saboreando un helado en la Suiza o de tiendas en Navarro, la Favorita o Bienve.
Las mujeres comenzamos a ir a la Universidad y algunas vivimos nuestra adolescencia en ese Madrid de la movida, poblado de todo tipo de individuos. Porque la modernidad no viene de ahora. Que conste que los que nacimos en esta capital de provincia, en la que nos divertíamos en las galerías del Miradero, bailábamos en Máscara, Garcilaso o Shiton's, ya abrimos la mente hace cuarenta años a esa diversidad que parece inventada por algunos que ahora se creen originales. No, para estrambóticos esos personajes que dieron color a una época en la que España explosionó con ilusión, sin acordarse de un pasado con el que ahora algunos se empeñan en machacarnos.
Fuimos los que nos aprendimos los afluentes de los ríos de memoria. Luego se despreció esa maravillosa capacidad y caímos en la ramplona mediocridad que invade nuestras aulas. Que me den a mí la EGB y se dejen de tanta tecnología que anula el cerebro.
Cuando fuimos madres, eso de la conciliación no se llevaba y nos apañábamos como podíamos para ir al trabajo y cuidar de nuestros niños. No de gatos. Y luego, cuando tuvimos la osadía de romper moldes y ser familias monoparentales, no hubo ayudas del Estado. Todo salió de nuestro esfuerzo y de las benditas abuelas.
Después, vinieron crisis económicas con pérdidas de empleo, la desesperación por no poder hacer frente a una hipoteca, la preocupación no sólo por el futuro de nuestros hijos, sino por el nuestro. Ahí hemos estado, luchando, sin que nadie nos regalara nada. Muchos de mis coetáneos han sobrevivido gracias a planes de empleo o subsidios que los gobiernos han ido recortando o regalando caprichosamente.
Los de los 60 somos, quizás, la generación que más aprendió. Y, seguramente, la que más se equivocó. La educación de nuestros hijos, ¡ay!, ha fallado, de ahí que muchos se atribuyan derechos, sin asumir responsabilidades.
No obstante, considero que nuestro error más grave ha sido olvidarnos de nuestros padres, esos benditos abuelos, a quienes no podemos devolver el tiempo que ellos nos regalaron. Hay permisos para cuidado de bebés, de menores. ¿Y para ocuparse de los ancianos, quienes nos transmitieron esos valores que ahora se diluyen? Es nuestra asignatura pendiente.