Recordarán ustedes- aunque no demasiados por la edad-, que antaño, aproximadamente coincidían la fiesta de la Inmaculada Concepción y el día de la Madre. Pues retrocediendo en el tiempo hasta los comienzos de mi adolescencia les contaré una 'batallita' protagonizada por quien esto escribe. Y les pido, que se sitúen en la calle Trinidad de Toledo, subiendo hacia la capilla de la Inmaculada, a mano derecha, junto al Archivo Histórico Provincial Allí hubo y existe aún un edificio noble que albergaba dependencias del Ministerio de Cultura. En la planta superior había un bar, futbolines y acogía la Organización Juvenil Española (OJE).
Sigamos recordando. Un chaval vestido con jersey azul y ribetes blancos, equivalía aº la categoría de flecha; el de jersey gris claro y ribete rojo, era un mando. Bien, pues el Día de la Inmaculada y de la Madre, pareja la festividad en aquel tiempo como he dicho, un grupo de chavales, de manera voluntaria, con pantalón corto, íbamos a ofrecer un ramo de flores a las esposas del alcalde, jefe local del Movimiento y no recuerdo a quién más. A veces nos daban una propinilla, una caricia. En fin, como dicen ahora y algo modificado: es lo que había.
Antes de salir nos cambiábamos de ropa y nos poníamos la antedicha. Y lo hacíamos en un pasillo que servía de vestuario que estaba en el piso superior dando a un escenario, pues había con frecuencia representaciones teatrales y actividades culturales. Me quedé el último cambiándome y cuando finalicé habían cerrado la puerta del pasillo. Es decir, me había quedado encerrado y por más voces que di, nadie me abrió.
Como ese día era fiesta, por la tarde, había una representación teatral y estaba todo preparado, con los decorados montados, etc. Servidor, osado e intrépido, supongo que influenciado por las escenas que veíamos de Tarzán, no dudé mucho en agarrarme a una gruesa maroma de abrir y cerrar las cortinas del escenario, eché la ropa al suelo y me deslicé hasta abajo. Lo peor es, que en el corto trayecto de bajada introduje los pies y el resto del cuerpo en los decorados preparados para el teatro de la tarde y los destrocé por cuarenta sitios. Después de ver el daño originado y salir a la calle corriendo me fui a mi casa sin decírselo a mis padres, pues ya sabía la que me esperaba. De modo que, silencio en la sala y en casa metido varios días hasta que se pasó cierto tiempo y acudí un día por allí sin pagar peaje alguno. Los mandos de la OJE supieron lo sucedido, pero con el tiempo me perdonaron. Anteriormente algunos compañeros me habían advertido que no fuera por allí por la cuenta que me tenía.
Hoy, al cabo de varias décadas y recordando la fechoría, me pregunto cómo pude atreverme a realizar semejante acción. El instinto de supervivencia, la falta de libertad me llevó a actuar así. Hoy no me hubiera ocurrido lo mismo, ya que con un teléfono móvil habría solucionado el problema. Un recuerdo de mi adolescencia que siempre me aflora por estas fechas y que hoy lo he querido compartir con ustedes.