Con gran alegría los lectores españoles celebramos, el pasado día 7, la concesión del Premio Cervantes al escritor y académico Luis Mateo Díez, con lo que el jurado no sólo hacía justicia a un narrador puro, sino que también rendía tributo a la gran narrativa española contemporánea, un tanto relegada (el último narrador en hacerse acreedor a dicho galardón fue, creo recordar, Eduardo Mendoza, en 2016) en los últimos años por las corrientes avasalladoras latinoamericanas, presas de un barroquismo luminoso, pero a menudo vacuo, cuando no estéril.
Tuve ocasión de conocer a Mateo Díez, unos días antes de que saltara la noticia, con motivo del homenaje que rindió Barcarola a Manuel Longares, en el Instituto Cervantes de Madrid, el día 31 de octubre. Como íntimo amigo y compañero de generación quiso asistir al coloquio organizado por Ángeles Encinar en torno a la figura del autor de Romanticismo, la novela que, en 2001, consagraba a Longares. En el coloquio, además, figuraron otras personalidades como Pilar Adón (Premio Nacional de Narrativa) o Pozuelo Yvancos, los cuales habían participado en el dossier dedicado a Longares en el último número de Barcarola.
Además de una amistad casi fraternal, Mateo Díez reconoció que lo que los unía, dejando un lado la senectud, claro está (cosa de la que se lamentó amargamente, aunque con su típico deje de ironía), era la preocupación por el lenguaje, por su pureza. Incidió en la idea de que «toda literatura es una escritura, que no por obvia parece olvidarse con frecuencia en los tiempos que corren, o que en la contraposición entre lo real y lo imaginario es la ficción quien gana la partida». La realidad está ahí, poderosa, ejerciendo una fuerte impronta, que decía Plá, pero de ahí a verse reflejada en una ficción dista un paso aparentemente pequeño, pero que a la hora de la verdad es justo lo contrario.
Tal ha sido la obsesión de Mateo Díez, como la sigue siendo de Longares y de Landero, y de Muñoz Molina y no digamos de Javier Marías mientras estuvo entre nosotros. Escribir es un deleite, una liberación, una creación que convierte a quien la practica con rigor en un demiurgo, pero también una servidumbre, e incluso un tormento, cuando comprendes aquello, que también decía Plá, del «adjetivo» (me he pasado la vida buscando el adjetivo preciso, justo, cosa que no siempre se consigue, por eso, añadía con esa socarronería tan suya, fumo y me lío mis propios cigarros).
Ése ha sido el gran combate de Mateo Díez desde que empezó a idear historias, allá en los más tiernos años de su infancia y adolescencia: «Yo nací escribiendo– confiesa– y a los doce años le vendí la vida al diablo. Sabía que la fascinación de contar y que me contaran era una forma de vivir todo lo que yo no podía vivir». Con lo que nos da una de las grandes claves de la literatura. Cuando leemos a Balzac es como adentrarse en un torrente o aventurarse en medio de un ciclón; sin embargo, cuando abordamos el universo de Flaubert, las cosas cambian: cada palabra en su sitio, cada frase en su lugar preciso, cada adjetivo irremplazable, como la vida misma.
Ahora bien, como Flaubert, Mateo Díez anduvo errante algún tiempo (y eso que no abominó del Derecho, como hiciera el autor de La educación sentimental), creyéndose poeta, hasta convencerse de que lo suyo eran los renglones largos, que decía mi maestra Consuelo Berges. Poco a poco, luchando a brazo partido, se inició en la narrativa, pergeñando cuentos que aparecieron reunidos en Memorial de hierbas, en 1973 (había sobrepasado los treinta) y aún esperó a 1982 para dar a luz su ópera prima novelística, Las estaciones provinciales. Acababa de cumplir los cuarenta (la edad ideal para novelar). Cuatro años más tarde lograba la consagración con su segunda novela, La Fuente de la Edad, Premio Nacional de Narrativa y Premio de la Crítica. Su estilo intuitivo y desenvuelto, junto a su prosa, sencilla y precisa, se abrían ante sí como una autopista hacia el cielo, legándonos una de las obras más extensas y apasionantes de la literatura española actual.