Durante la última parte del siglo XIX y el XX hasta llegar a la democracia de 1978 las gentes más lúcidas de España soñaban con formar parte de una Europa de la que se había descolgado por su historia particular. La última, una dictadura militar prolongada y aislacionista. La invasión francesa pudo ser la oportunidad de integrarse en el escenario europeo, sí los invasores no hubieran actuado como depredadores. Por ese comportamiento feroz del invasor la insurrección estaba asegurada, solo que fue monopolizada por las fuerzas más reaccionarias de la época que impusieron el aislamiento y la cerrazón a cuanto procediera de Europa. Los liberales resultaron aniquilados o tuvieron que exiliarse. Que África no empezara en los Pirineos era la forma castiza de explicitar el sueño de Europa.
Con la expansión de los ferrocarriles a mediados del siglo XIX se extendió la idea de la ciudadanía europea. No había distancias entre Paris o San Petersburgo, entre Alemania o Inglaterra. La disminución de los tiempos de comunicación; la divulgación de la música; la explosión de la opera, protagonizada por dos mujeres de ascendencia española, María García, Malibrán, y Pauline (García) Viardot; la revolución de la edición comercial de libros baratos; el incremento de la lectura; la comercialización del arte antes restringido a la nobleza y la aparición de un nuevo fenómeno, el turismo, contribuyeron a crear la visión de Europa como territorio único. En la 'Edinburgh Review' de 1873 se podía leer «durante los meses de otoño toda Europa parece entrar en un estado de movimiento perpetuo. En cada pequeña estación de tren hay una multitud. Se construyen nuevos hoteles para dar cabida a quinientos, seiscientos, setecientos huéspedes. No hay lugar por difícil que sea el acceso que no se vea atacado». «Todo el mundo está viajando, escribió Fontane en "Viajes Modernos». «Igual que en los viejos tiempos la gente se divertía hablando del clima, ahora lo hacen hablando de viajes». Y el filosofo e historiador polaco Michal Wisznieswski escribía «caminan por todas partes, guía de Murray en mano, deambulan boquiabiertos por galerías y templos, tragándose cualquier cosa del cicerone más estúpido». En medio de ese ajetreo europeo, España quedó al margen como un lugar exótico y perdido al final del Continente, donde una civilización oriental permanecía congelada. Pero no participaba de los movimientos humanos, dinerarios, las industrias o los descubrimientos del resto de Europa. La distancia española de las naciones europeas empujó a la generación del 98 y a la del 27 a defender la integración de España en Europa como la fórmula milagrosa para la superación de los atrasos económicos, la ignorancia tribal y el progreso social.
El sueño de una Europa unida política y económicamente como institución supranacional tardaría en realizarse por las dos grandes guerras, primero, y en España por la dictadura militar, hasta que llegó la democracia. El objetivo de los gobiernos de Felipe González fue la integración de España en la entonces Comunidad Económica Europea, en la actualidad Unión Europea. Fue en 1985 cuando el sueño de más de un siglo se hizo realidad. La transformación de España resultó espectacular. Nacía la España actual, moderna, competitiva, viajera, democrática, diversa. Lo que se vota en las próximas elecciones al Parlamento Europeo es el reforzamiento de ese sueño. Y más, cuando la ultraderecha pide de volver a las naciones aisladas, habla de cerrar fronteras, de reducir intercambios comerciales, de recuperar economías autárquicas, de desmontar el foco de civilización que es la actual Unión Europea. El voto del día 9 debe reforzar el sueño de una Europa enganchada al futuro y al progreso. No se trata de retos personales o partidarios. La Unión Europea, abierta y fuerte, debe ser la continuidad de un sueño secular de progreso.