El cuadro que sí gustó a Felipe II

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El cuadro que sí gustó a Felipe II

Adolfo de Mingo Lorente

Toledo

El martirio de San Mauricio y la legión tebana (Monasterio del Escorial), uno de los lienzos más intelectualmente complejos de cuantos realizó el Greco a lo largo de toda su trayectoria, es interpretado a menudo como la pintura de la decepción, un mal encargo que le acabaría cerrando para siempre las puertas del rey Felipe II, sin duda uno de los mecenas más atractivos de Europa en aquel momento. Decía de esta pintura el fraile José de Sigüenza (1544-1606), cronista de la construcción y configuración simbólica del monasterio del Escorial, que «no le contentó a Su Majestad» y que, en realidad, «contenta a pocos, aunque dicen que es de mucho arte y que su autor sabe mucho». La acogida del cuadro no fue calurosa -la interpretación del martirio, representado en posición secundaria, resultaba compleja para la dialéctica contrarreformista que pretendía impulsar el monarca-, pero ni mucho menos fue rechazada por Felipe II, como a veces se ha llegado a plantear en el imaginario popular. Todo lo contrario, pues el rey, según ha recordado recientemente el historiador Fernando Marías, llegó a pagar «extraordinariamente bien» el encargo.

Pese a ser uno de los lienzos más conocidos del Greco, el origen y las circunstancias del Martirio de San Mauricio continúan siendo un misterio. Se ha planteado que Felipe II pudo haber manifestado interés por la obra del Greco durante su visita a Toledo en 1579, coincidiendo con la celebración del Corpus Christi. Lo cierto es que el Greco acababa de rematar entonces sus primeros grandes encargos para la ciudad -tanto las pinturas y retablos de Santo Domingo el Antiguo como El Expolio para la sacristía de la Catedral- y Felipe II tenía necesidad de pintores para El Escorial, dado que Navarrete el Mudo, su artista de referencia para decorar la basílica del monasterio, acababa de morir hacía solo unos meses. Se desconoce si el pintor fue recomendado al monarca por una tercera persona, si Felipe II manifestó admiración por el Greco o si ambos llegaron a conocerse. Lo único cierto es que el 25 de abril de 1580 el pintor ya se encontraba trabajando en la pintura y pedía adelantado algún dinero para satisfacer el encargo y hacer frente al pago de los materiales, como el caro «azul ultramarino».

En primer lugar, ¿por qué una representación de San Mauricio y del resto de soldados que, convertidos al cristianismo, fueron condenados en el siglo III por desobedecer las órdenes del emperador romano Maximino? El tema escogido, al igual que las pinturas de su entorno (El martirio de Santa Úrsula y las once mil vírgenes, así como San Miguel luchando contra Lucifer, de Luca Cambiaso, posteriormente sustituidos por representaciones de Pellegrino Tibaldi), suponía un alegato a favor de la Iglesia militante, un programa característicamente contrarreformista. San Mauricio era, además, el santo patrón de la Orden del Toisón de Oro, instituida en el siglo XV en Borgoña y cuya soberanía había pasado a los reyes de la Casa de Austria a través de Felipe el Hermoso.

El Greco, según la historiadora del arte Palma Martínez-Burgos, ideó para representar El Martirio de San Mauricio «una solución llena de originalidad... y de polémica», dado que el pintor renunció a representar en primer plano la decapitación, escogiendo en su lugar el momento en que el futuro mártir (pintado de frente, con coraza azul) discute con sus capitanes (San Cándido y San Exuperio, el primero de espaldas y el segundo de perfil, con el estandarte) la orden del emperador. El Greco, en otras palabras, situó en primer plano no la muerte por la fe en el martirio, sino «la capacidad de deliberar del ser humano frente a su destino». Esta sutil interpretación, así como la decisión de trasladar el desenlace de la historia a la zona inferior izquierda de la composición, reducido casi a su mínima expresión, se apartaba del mensaje claro pretendido por el monarca. «Las representaciones de santos y de martirios -según destacó José Álvarez Lopera- debían tener en primer lugar verosimilitud histórica y una absoluta conveniencia iconográfica: la composición debía ser clara y sencilla, directamente legible, y el asunto principal aparecería resaltado convenientemente; al tiempo, no habría en ellas figuras indecorosas ni elementos anecdóticos o deshonestos; y sobre todo, la pintura debería conmover el alma del creyente y moverle a devoción». Además de la reducción de escala y posición secundaria del martirio, el Greco introdujo en la composición dos rostros contemporáneos (justo junto a la cabeza del protagonista) que tuvieron que ser considerados forzosamente inconvenientes, por mucho que hayan sido identificados como los de Alejandro Farnesio (príncipe de Parma, gobernador de los Países Bajos, sobrino del rey) y Manuel Filiberto de Saboya, vencedor de la batalla de San Quintín, primo de Felipe II y precisamente gran maestre de San Mauricio y San Lázaro. Demasiados elementos, en definitiva.Según Álvarez Lopera, «a ojos de Felipe II, el Greco pudo caer en el gran descuido de poner demasiado cuidado en mostrar su arte». Algo totalmente distinto es que la pintura causase desagrado al monarca.

Fueron varios los guiños que realizó el Greco a fuentes italianas para la composición, desde Correggio y Pontormo hasta Los diez mil mártires del monte Ararat, de  Carpaccio (Gallerie dell’Accademia, Venecia), pasando por las ilustraciones del Discours sur la castrametation et discipline militaire des Romains (1554) de Guillaume du Choul. «Desde el punto de vista cromático -continúa Martínez-Burgos-, es un lienzo construido a base de colores claros, fríos y luminosos. Predominan los azules, amarillos y verdes bajo una luz artificial, que confiere una luminosidad transparente al lienzo. Puede que el Greco tuviera en cuenta la oscuridad de las capillas del templo donde iba destinado el cuadro».

El lienzo, finalmente, no ocupó la posición para la cual había sido concebido, pero pasó a ocupar espacios -más digno de estima como pieza de colección que como pintura de devoción para la basílica- como la Sacristía de Capas o de Coro. Finalmente, se acabaría encargando una nueva representación del Martirio de San Mauricio al pintor manierista Romolo Cincinato (1540-1597), que podemos contemplar a la derecha de estas líneas. El resultado, mucho más convencional y desprovisto de genio, agradó no obstante al padre Sigüenza, quien tildó a la tela de «harto alegre y bien tratada».