O rus, quando ego te auspiciam.
Hace tan sólo unos meses, Manuel Pimentel –el que fuera ministro de Trabajo de Aznar (1999-2000), el único, que yo recuerde, que se permitió el lujo de abandonar su cartera ministerial– daba a la luz, en Almuzara, su propia editorial, un libro premonitorio: La venganza del campo. En él, Pimentel, una de esas mentes españolas privilegiadas, no sólo ponía el dedo en la llaga del arduo problema del agro español, sino que incluso anunciaba el inminente estallido del campesinado de nuestro país, ese mismo que acaba de producirse con la progresiva virulencia de quienes están hasta más allá del gorro de soportar la injusticia y el desdén.
Y, como suele ocurrir con esta clase de eventos, al gobierno de Sánchez –obsesionado con Puigdemont y su endemoniada y suicida lucha con los jueces– le ha pillado con el paso cambiado y, convencido, como en aquella mítica canción del Salustiano, que con dos palabritas finas, traducidas en promesas, iba a poner fin a las protestas de agricultores y ganaderos, lo único que ha logrado es echarle más gasolina al fuego, y todavía más cuando ha remitido a sus fieles la consigna de que detrás de los tractores está la extrema derecha y el fachentorno, neologismo desafortunado que mucho me temo se ha de tragar.
Sánchez –y ese ministro de Agricultura y no sé cuántas más cosas, Luis Planas, incapaz de dar la cara, por si se la rompen y luego sus propios compañeros de Gabinete lo dejan con el culo al aire– no se da cuenta de que su credibilidad está bajo mínimos (es lo que tiene mentir descaradamente un día tras otro), y que el problema del campo español no es meramente coyuntural, sino estructural. ¡Lástima que, en la interminable lista de asesores paniaguados –uno de los grandes cánceres de España, junto con los intermediarios–, a ninguno se le ocurriera leer el libro de Pimentel y poner sobre aviso a su jefe, tan preocupado con su sillón, que el día menos pensado, y de seguir así las cosas, va a verlo saltar hecho añicos. Y veremos quién le pone entonces el cascabel al gato con el cúmulo de problemas sin resolver que se van apilando sobre su mesa.
No hay más que atisbar los semblantes demudados de muchos de los agricultores y ganaderos que vemos en la televisión, para constatar la gravedad del problema; además de la celeridad con que ha prendido la mecha en todas las regiones de España. Lo que veníamos viendo a diario –cosechas de limones tiradas por el suelo, hectolitros de leche vertidos, quejas y más quejas de los productores hortofrutícolas que perciben treinta o cuarenta céntimos por kilo de tomates que luego, como por ensalmo, vemos en los supermercados o fruterías a dos cincuenta:¡joder con la cadena alimentaria!, y eso por no hablar del permanente chantaje de las grandes superficies, del incesante aumento del precio de los abonos, de los piensos, del gasoil, y, naturalmente de los terribles efectos del cambio climático, que ya es una triste realidad– no deja sombra de duda sobre la trágica situación del agro español.
Una problemática, pues, harto compleja, a lo que hay que necesariamente añadir la falta de sensibilidad y empatía del Gobierno, de gran parte de la ciudadanía y, naturalmente, de los gobiernos regionales, que no reparan en gastos apoyando los campos de golf, y dejan tan sólo las migajas para tan sufrido gremio, harto de papeleo y burocracia. Y, como termina diciendo Pimentel, la venganza del campo podría adquirir dimensiones bíblicas, traducidas en el precio de la cesta de la compra, que muy bien pudiera multiplicarse por tres en un par de años. Sigan, pues, sigan con Puigdemont, y verán a dónde nos lleva la cuesta que hemos tomado.