La vicepresidenta Teresa Rivera, que se caracteriza por una alta autoestima que la lleva a utilizar un verbo brusco y en ocasiones despectivo, hizo el viernes una de sus afirmaciones categóricas e inapropiada. Acusó al juez Manuel García Castellón de atribuir un delito de terrorismo a Puigdemont, actuando "en momentos políticos sensibles". Posiblemente era una forma de agradecer a Sánchez su confianza al hacerla miembro de la Ejecutiva socialista. Pero, incluso para defender el argumentario de Ferraz, hay que tener diplomacia y verbo sutil. No solo el PP salió en tromba, sino que el CGPJ elaboró un comunicado, con apoyo del sector progresista, contra la ministra.
Teniendo en cuenta los nervios que la tramitación de la Ley de Amnistía ha provocado en la sociedad y los intentos del Gobierno por recuperar una buena relación con la magistratura, la vicepresidenta debía haberse aplicado el dicho de "en boca cerrada no entran moscas", antes de empezar a hablar.
Pero lo mismo debía haber hecho el expresidente de la Junta de Extremadura y actual senador por el PP, José Antonio Monago, quien hace un mes acusó desde la tribuna de la Cámara Alta al juez de la Audiencia Nacional, José Ricardo de Prada, de persecución judicial, por su papel en la causa de la trama Gürtel. El propio magistrado hubo de pedir amparo ante el CGPJ y, aunque Monago rectificó y pidió disculpas, las acusaciones ya estaban dichas. Por lo tanto, parece que los jueces, para los partidos políticos, son ilustrados e imparciales cuando investigan al adversario y partidistas y sectarios cuando actúan contra las siglas propias.
El problema actual es que la crispación ha desbordado el ámbito del debate político y afecta a un poder clave del Estado como es la judicatura. Y la consecuencia más evidente es el bloqueo, por parte del PP, del máximo órgano de gobierno de los jueces, el CGPJ. Este problema, conviene recordarlo, sucede siempre que los populares están fuera de la Moncloa. Ocurrió con Zapatero y ahora con Sánchez. El control se convierte en una obsesión de ambos partidos y la lucha consiste en colocar en el plenario a aquellos magistrados a los que consideran afines, porque serán ellos los encargados de nombrar a los titulares de las salas del Supremo, Audiencia Nacional y demás juzgados.
Teresa Ribera, que sabe de los esfuerzos que está haciendo el nuevo "conseguidor" de la Moncloa, el ubicuo Bolaños, para apaciguar el patio, no midió sus palabras y hubo de ser desmentida por el propio Gobierno. Una nota de la Secretaria de Estado dejaba claro que "el Gobierno defenderá a los jueces y magistrados de nuestro país de cualquier injerencia en su trabajo".
A estas alturas nadie se llama a engaño sobre las pretensiones de la clase política de manejar y utilizar a jueces y magistrados para sus intereses y conflictos con la legalidad vigente, pero la aplicación de la Ley de Amnistía, cuando se apruebe, va a marcar un antes y un después en esta difícil relación de poderes. Adelantar el problema, sin meditar lo que se dice es de torpes.