Son ya muchos los años que llevo dedicados a la docencia. Siempre con entusiasmo, con el deseo de que mis alumnos sean mejores personas, más cultos y por tanto más libres, de modo que puedan convertirse en ciudadanos comprometidos con la sociedad en la que viven. Siempre, sobre todo en la Universidad, he incentivado ese Sapere aude del que hablaba Horacio, ese 'atrévete a saber', que creo es connatural con la vida universitaria. Es por ello por lo que veo con dolor la progresiva decadencia de la Educación en España. Un problema gravísimo, del que ya les he hablado en varias ocasiones, pero que nuestros políticos, más ocupados en otras cosas, no son capaces de afrontar, salvo para implementar leyes ideologizadas que sólo agravan la situación.
En este tiempo he acumulado una abundante cantidad de anécdotas en clase, muchas de ellas divertidas, que darían para una antología del disparate. Aunque las últimas están siendo preocupantes. Y para muestra, un botón.
Hace unos días resolvía dudas de cara a un examen parcial. En el primer tema había explicado el concepto de cultura, señalando diferentes definiciones de autores diversos. Y entonces vino la pregunta: «Profe, nos diste la definición de Ortega, pero ¿cuál era la de Gasset?». Sé que parece un típico chiste, pero el drama es que no. En un primer momento, con una cara de póker como creo que nunca había puesto, respondí que si me lo estaba diciendo en serio, cosa que pude corroborar por la expresión desconcertada del rostro. Podría parecer que es tan sólo una anécdota, por más significativa que sea, pero cuando a los pocos días leía que Durkheim era un autor griego de la época de Homero, o que mi mayor logro pedagógico en un aula fuera que una alumna descubriese que una famosa ginebra se denomina así porque desde Sevilla, lugar en el que se produce, partían los barcos que navegaban a las Indias, pueden imaginar mi preocupación sobre la catástrofe educativa que estamos sufriendo.
A ello se unen los cada vez más bajos índices de lectura y la dependencia, casi patológica, de los móviles y ordenadores. Sin lectura, sin capacidad de análisis, de reflexión, nos convertimos en autómatas, programados por quien sepa enviarnos los estímulos adecuados. Corremos el riesgo de hacer realidad las peores distopías imaginadas por Orwell o Huxley.
Necesitamos reaccionar. Más allá de la consabida apelación a la necesidad de un gran pacto educativo. Urge una educación liberada de los moldes ideológicos, de la tiranía de ciertas pedagogías y corrientes sociológicas que, aún demostrado su fracaso, siguen imponiéndose, frente a la desesperada lamentación de los docentes. Hay, no obstante, signos de esperanza. Hace poco en Cataluña, un instituto se declaraba libre de móviles, para favorecer la socialización del alumnado. Y en Suecia encontramos una vuelta al libro físico.
Porque como decía Nelson Mandela, la educación es el arma más poderosa para cambiar el mundo.