En una de las sesiones de tarde del juicio de Nuremberg sólo se escuchaban cifras. El fiscal Dood se refirió a Mauthausen para incidir en la enorme proporción de muertos en los campos de concentración y desmontar las cifras oficiales de los registros en las que figuraban 35.218 fallecidos. Un número muy corto, lejos de la realidad según el fiscal, que apuntó esa tarde «que el 19 de marzo de 1945 murieron con breves intervalos 203 personas en 14 horas», según recoge una crónica de La Vanguardia el 14 de diciembre de 1945. Sería imposible precisar una cifra, pero se calcula que por esta inmensa fortaleza de granito pasaron más de 200.000 deportados y fallecieron la mitad, contando con que muchas muertes no llegaron a registrarse porque se produjeron de camino o la entrada del campo.
«Mauthausen te impresiona mucho por ese aspecto de cárcel, pero cuando entras todavía más», comenta la nieta de Lorenzo Bueno, un toledano que murió en Gusen, uno de sus campos satélites, durante su visita en 2008. Tras la fortaleza de granito, levantada cerca de Linz, un área industrial, los SScometieron toda clase de atrocidades difíciles de relatar. Los trabajos forzados, el hambre, las enfermedades, las torturas y el exterminio formaron parte de la agenda diaria.
La gran plaza
Las tandas de españoles que llegaban al campo desde agosto de 1940 iban directos a allí, algo que repetían todos los días varias veces para pasar revista. En aquella plaza formaban desnudos, pasaban horas congelándose en invierno, soportaban palizas y golpes de vara de los kapos, los encargados de los prisioneros, normalmente delincuentes, muy violentos. Tras esa amenazante bienvenida, tocaba la tarea de desinfección, que terminaba con una ducha con la que los SSdisfrutaban girando la llave de paso para que se helaran o abrasaran en minutos. Y de vuelta a la gran plaza mojados y desnudos para recibir el uniforme de rayas, unas chanclas, un cuenco, una cuchara y un número de serie, su única identidad allí dentro.
Los deportados españoles también observaron muy pronto que sus compañeros veteranos se trasladaban todos los días a ese patio enorme para formar y salir con los distintos kommandos, grupos especiales de trabajo.Pero los recién llegados pasaban un periodo de cuarentena «que duraba entre siete semanas y un sólo día en función dependiendo del espacio disponible y de las necesidades laborales de los SS», relata el periodista Carlos Hérnández en su libro ‘Los últimos españoles en Mauthausen’.
La cantera
La maquinaria de exterminio se activaba con los trabajos forzados, duras jornadas sin descanso, y con una pequeña ración de comida que tampoco calmaba el estómago. Lo único que no racionaban en Mauthausen era el agua para beber, según han contado los propios deportados, y más de uno intentaba apaciguar con tragos ese vacío insoportable, pese a que se suponía que las raciones diarias impuestas desde Berlín eran de 2.300 calorías, algo ficticio que poco tenía que ver con los nabos, el café aguado, los trozos de pan y algún que otro alimento que caía en los cuencos. La hambruna fue haciendo mella día tras día y obligó a los deportados a comer cartón y a masticar lo que tuvieran más a mano.
En Mauthausen la campana tocaba a las 4.45 horas, pero en invierno se atrasaba media hora. Y media hora más tarde los deportados tenían que estar aseados y desayunados para pasar revista y salir del reciento camino de la cantera Wiener Graben, a menos de un kilómetro, donde trabajaron casi todos los internados en 1940 y 1941. El resto se empleó como mano de obra para la construcción del propio campo, pensado en principio para pocos prisioneros, que fue creciendo y llegó a tener a más de 80.000 internados en el año 44, aunque fueron exterminados más de la mitad de ellos. Los historiadores coinciden en que pasaron más de 200.000 prisioneros de varias nacionalidades por esta gran fortaleza, que incluyó otros muchos subcampos, para dar rienda a su organizado plan de exterminación y trabajos forzados.
El ritmo era vertiginoso y los españoles intentaban picar piedra y transportarlas con rapidez durante doce horas para evitar gritos y golpes, pero el esfuerzo no aseguraba un buen trato. Ytras una jornada agotadora el toque de sirena indicaba que había que formar otra vez cerca de la ‘escalera de la muerte’.
La escalera
Los peldaños se hacían interminables para unos prisioneros que subían la escalera camino a la colina con piedras de gran tamaño a sus espaldas. Para los SSservía de entretenimiento y muchos de ellos, tal y como han contado algunos supervivientes, disfrutaban empujando escaleras abajo a los prisioneros por capricho, por haberse parado a recuperar el aliento, por no avanzar con soltura o por colocarse en alguno de los extremos de la formación, una diana perfecta para golpes, patadas y empujones, que en muchas ocasiones eran mortales. Algunos supervivientes han relatado que les mandaban retirar los cadáveres y de limpiar de restos humanos el acceso a la escalera.
Con los judíos se cebaron en la escalera de 139 o 140 interminables peldaños. «Coincidí con una compañía de judíos destinada a subir las piedras de la cantera, pero desapareció de repente y no la vi más», comentó el toledano Esteban Pérez a La Tribuna en 2009. Nunca supo que había un programa de exterminio llamado ‘Nacht und Nebel’ (noche y niebla).
Cámaras de gas
«Tras una jornada de trabajo forzado nos fuimos a dormir, pero, de repente, los encargados del barracón nos exigieron que saliéramos fuera metiéndonos prisa y a golpes de garrote. Pensábamos que iba a pasar algo malo, pero cuando salimos los alemanes nos gritaron ‘Alles Kino’ (todos al cine) y nos llevaron a ver una película», recuerda Joachim que le contó su padre, el toledano Santiago Benitez. Ese día más de uno pensó que terminaría gaseado. Los deportados intentaban sobrevivir a diario sin pensar que había cámaras de gas en el campo, aunque algunos se acercaban hasta la zona con curiosidad para comprobar si era cierto que se amontonaban los cadáveres. A otros no les hacía falta ir porque habían participado en la construcción de las instalaciones, diseñadas por el responsable médico, Eduard Krebsbach, según el testimonio del comandante de Mauthausen Franz Zieris antes de morir.
En Gusen, el campo anejo en el que murieron miles de españoles, también se llevó a cabo esta práctica, pero no había una instalación específica y se gaseaba en algunas barracas. Todavía hoy los historiadores siguen interesados en conocer más detalles sobre el tema.
Crematorios
La chimenea del campo estaba siempre presente para los españoles deportados. Cuando intentaban pensar que no existían crematorios, el número dos del campo, Georg Bachmayer, disfrutaba recordándoles que de Mauthausen sólo se podía salir por la chimenea. Así lo comentaba en el discurso de bienvenida a los recién llegados, según el relato de muchos supervivientes españoles a lo largo de los años.
En Mauthausen un buen número de deportados también probó el muro ‘de las lamentaciones’, una pared de piedra con cadenas y argollas preparada para todo tipo de crueldades. Otros pasaron por la horca, la zona de fusilamientos, las duchas, donde morían ahogados los elegidos para el baño de la muerte, las alambrasda electrificadas. Una estudiada maquinaria de torturas y vejaciones sin escapatoria.