Más de diez mil años han trascurrido desde que los seres humanos nos pasábamos, la mayor parte del día, cazando, pescando o recogiendo frutos, ocupados en buscar qué comer. Dada nuestra inteligencia, era lógico que por entonces ya nos preocupáramos de encontrar la forma con la que disponer de un suministro estable para atender nuestro sustento.
Se me ocurre que, en el Neolítico, fue la necesidad de alimentarse, causa del devenir hacia la división del trabajo y la especialización económica, puesto que, cuando hubo mayores recursos alimenticios, se pudo mantener una comunidad más grande donde algunos podían emplear todo su tiempo en ejercer distintas profesiones. Aunque el desarrollo de la agricultura y la ganadería comenzará discretamente con poco más que la siembra, plantación, recolección y acarreo de los frutos hasta la aldea o el cuidado de pequeños rebaños, se necesitarían otros oficios distintos a los incipientes agricultores y pastores, ya que, como mínimo, serían imprescindibles guerreros adiestrados para defender las cosechas y los animales que aseguraban a todos la comida. También algunos se aplicarían en la fabricación de enseres y en la conservación de los alimentos para prolongar su vida útil, aplicando métodos rudimentarios como el cocinado y ahumado al fuego o el desecado al sol. Poco a poco se perfeccionaron otras técnicas, a medida que sabíamos más sobre las cosas, pasando por las salmueras, la miel, las grasas y las ceras de cobertura, la fermentación del trigo y la cebada de los egipcios o el vinagre, las plantas aromáticas y el aceite de oliva de los griegos clásicos, hasta los procesos industriales de refrigeración y esterilización del XIX y la cada vez más compleja y útil tecnología alimentaria de nuestros días.
Sin entreactos, hemos llegado a un tiempo en que, también, la tecnología nos hace capaces de calcular con bastante precisión qué cantidad de alimentos se producen en el mundo, cuántos recursos naturales empleamos para obtenerlos, cuántas personas pasan hambre, qué efecto sobre el clima tienen las emisiones y los residuos provenientes de la alimentación, así como para tener cada vez más datos y afinar metodologías con las que medir el desperdicio de alimentos en cada segmento de la cadena.
Preocupados, esta vez por el desperdicio de alimentos, nos marcamos retos como sociedad mundial con los Objetivos del Milenio en 2000 y sus sucesores, los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible, que - por alguna razón, han logrado más fama entre el público- para lograr que la producción y el consumo sean responsables y dedicamos un día, el 29 de septiembre, para concienciarnos de que no es posible mantener, en estas condiciones, la mayoría de los sistemas alimentarios del mundo.
Mientras, el último informe del PNUMA, destaca que la mayor parte del desperdicio mundial de alimentos procede de los hogares, equivalente a mil millones de raciones al día. En nuestra UE, según Eurostat, en 2022 se desperdiciaron unos 132 kg de alimentos por habitante, de los cuales 72 kg procedían de los hogares.