Lumina es un espectáculo de luz y sonido para contemplar el interior de la catedral de Toledo con otras miradas: con luz, palabras y música, en el silencio secular de altares y capillas, góticas, renacentistas o barrocas y solo un grupo, no muy amplio, de asistentes. Más se asemeja al desfile de una procesión de penitentes que al mercado abigarrado de las mañanas. Rechina, sin embargo, en el impacto mágico del momento, el texto que acompaña el recorrido. Demasiado rabínico, demasiado mayestático, como si el escritor o escritores del guión lo integrarán más un colectivo de conversos del XVII que un cabildo catedralicio (Concilio Vaticano por medio) del siglo XXI. Extraña que, en un edificio patrimonio cultural, es decir, adscrito a la sociedad en su conjunto, se hayan preterido valores de divulgación, adaptados a diversas sensibilidades, sean creyentes o no. Ningún título de propiedad da derecho a obviar un discurso menos teológico, menos catequético, más neutral.
En la espera, hasta que inicia la marcha el grupo, la expectativa de contemplar un lugar plagado de misterios, de leyendas, de obispos soberbios o humildes, de canónigos fiables o intransigentes, de artesanos, de músicos, de arquitectos, de pintores, de escultores, de orfebres, capaces todos de obtener las mejores narraciones y escenas doctrinales, refuerza el espacio imaginario. Permanece en el aire, al menos en algunos de los visitantes, el olor del incienso de ritos solemnes, las cadencias rítmicas del gregoriano, los discursos retóricos de los canónigos magistrales, compitiendo desde el pulpito con los famosos oradores de la historia, el frescor en verano, el frio en invierno que provocaba sabañones y reumas en las extremidades y escrúpulos en las conciencias.
Al margen de recuerdos, en el recorrido se imponen el esplendor técnico de las escenas iluminadas, de las portadas y sus entrelazados cabalísticos, de las figuras y los colores encendidos con los que fueron pintados los retablos dorados, las paredes abigarradas, la pluralidad conceptual de las vidrieras y la sensación, sobre todo la sensación, intuitiva y ciega, de haber entrado en un mundo celeste, en una luz que la oscuridad solo agranda. Si las catedrales fueran la representación arquitectónica del Cosmos nos aproximaríamos a la dimensión infinita del universo. Abarcaríamos la fabulosa y sensitiva inteligencia acumulada de la creación artística con la que los humanos engalanan sus templos.