Estoy totalmente de acuerdo con la vicepresidenta y ministra de Transición Ecológica, Teresa Ribera, cuando pide desterrar el insulto, la guerra sucia, la crispación, las mentiras y las insidias de la vida política. También, incluso, con el ministro Óscar Puente, incluso cuando malgasta fondos y empleados públicos para hacer la lista de los insultos que ha recibido personalmente.
Claro que, a fuer de apostar por la convivencia, la vicepresidenta podría pedir a su Gobierno que jugara limpio y el ministro Puente podría encargar a su equipo, incluso también malgastando fondos públicos, la lista de los insultos que él ha proferido no solo en mítines, sino en la tribuna del Congreso y en multitud de actos públicos. Cuando menos habría empate entre ambas listas. Algunos se desatan cuando les ponen delante un micrófono y se olvidan de la educación y el respeto que merecen las personas. Todas las personas, cualquier persona. El insulto, aunque algunos no se lo crean, no es patrimonio ni de las derechas ni de las izquierdas. Es una anomalía social consecuencia de la mala educación y de la falta de argumentos.
Y no es solo en la política donde está. Ya hemos visto lo que está pasando en los campos de fútbol, donde los energúmenos se ocultan entre la masa y escupen su bilis. Pero mientras en el deporte hay un árbitro que puede detener un partido, un club que puede apartar a los insultadores, un organismo que puede sancionar a un club -aunque a veces se sanciona al que ha sufrido el insulto y no a su agresor-, en la política nadie enseña tarjeta amarilla o roja a los insultadores profesionales, ni les expulsan de los ámbitos donde la única arma permitida debería ser la de las ideas expresadas con absoluto respeto al contrario.
El mal ejemplo que están dando los políticos se expande en todas direcciones: en la televisión, en la calle, en las escuelas... y lo hace además con una pobreza verbal lamentable. Los insultos generan odio, ruido, agresiones, rechazo al que piensa diferente, a los servidores públicos. Cualquier indocumentado se cree con derecho a insultar o agredir al profesor de sus hijos, al médico o a la enfermera que los atiende, al abogado que los defiende... Y en lugar de contribuir a la tolerancia, nuestros políticos azuzan a quienes les siguen.
Fue Pablo Iglesias, entonces vicepresidente del Gobierno y socio preferente de Pedro Sánchez, quien propuso "naturalizar el insulto a cualquiera que tenga una responsabilidad política". Y el ministro de Universidades de entonces, de cuyo nombre nadie se acuerda hoy, también justificó los insultos a Díaz Ayuso cuando la nombraron "alumna ilustre" de la Complutense.
Ningún insulto es justificable y menos en tribunas como el Congreso o el Senado. Los insultos no son solo al contrario y a sus votantes -Monedero llamó "gilipollas" a los votantes del PP y algún compañero de partido calificó de "hemofílicos, gilipollas, golpistas, pijos, indecentes y descerebrados" a los manifestantes de Núñez de Balboa-; también se producen entre "compañeros" o excompañeros de partido -el propio Pablo Iglesias ha llamado "cobarde, miserable y estúpida en sus planteamientos" a Yolanda Díaz- y ahora que entramos en tres campañas electorales sucesivas, se abre la veda y van a ser muchos los que bajen al fango o sigan en él.
El insulto es un arma de destrucción masiva. Daña la política, daña la confianza de los ciudadanos en los políticos, degenera la convivencia, se extiende por toda la sociedad, especialmente a través de las redes sociales, intoxica a los más jóvenes e impide que hablemos de lo que importa. A los políticos habría que decirles que, antes de hablar, se laven la boca. Y a quien los escucha o les sigue, que rechacen esos comportamientos indecentes. Por el bien de todos.